Uno de los hechos
cinematográficamente más llamativos que ha sucedido en estos meses de pandemia
ha sido el estreno en nuestro país de títulos que, por motivos inexplicables,
habían permanecido alejados de nuestras pantallas. Ha ocurrido con Under the Skin (2013) de Jonathan Glazer y con dos títulos de Terrence Malick (Knight of Cups y Song to Song)
que, hasta ahora, permanecían en el ostracismo en España y que representan una
nueva muestra de la brillantez de un director que, en los últimos años, nos
había deslumbrado y subyugado con El árbol de la vida (2011) y logrado nuestra fascinación con To the Wonder (2012) y Vida oculta (2019).
Después de la que ya podemos considerar su, hasta el momento, opera magna (El árbol de la vida), los cuatro títulos que ha realizado con
posterioridad, aunque unificados por un mismo estilo, son, en realidad, muy
diferentes entre sí, pero diferentes de distinto modo. Porque, por un lado, To the Wonder y Knight of Cups están íntimamente relacionadas con el tema abordado
en El árbol de la vida mientras que Song to Song y Vida oculta presentan matices mucho más concretos y precisos. Si, como
dijimos en nuestras reseñas, El árbol de
la vida giraba en torno a la idea de que no necesitamos encontrar
justificación al Universo porque el Universo se basta y se sobra para justificarse
a sí mismo y To the Wonder trataba la
cuestión del amor no aceptado, podemos decir que Knight of Cups nos habla de la escasa valoración que damos a
nuestras vidas y cómo las mismas son desperdiciadas en asuntos vanos y fútiles.
En suma, se trata de una apelación a encontrar lo que tiene auténtico valor, a,
como en términos metafóricos viene a señalar la película, a recuperar la joya
que hemos perdido.
Como suele ser habitual en el cine de Malick, su discurso queda expresado a través de una deslumbrante imaginería visual y un montaje fragmentado que, lejos de resultar tenso y convulso, está impregnando de una rara y peculiar serenidad. En el apartado visual, la maravillosa fotografía del mexicano Emmanuel Lubezki nos pasea, con ángulos y posicionamientos de cámara casi siempre inverosímiles, por escenarios en los que la arquitectura y la decoración modernas y, por contraste y contraposición, las de la una naturaleza hipnótica y agreste tienen un peso preponderante y parecen convertir a los personajes no solo en criaturas inmersas en un mundo que es superior a ellos y que los convierte, aparentemente, en simples marionetas empequeñecidas por las circunstancias sino que, al mismo tiempo, nos podemos llegar a asombrar de que aquellos permanezcan indiferentes a la belleza del entorno que les rodea, asombro que sería paradójico porque, en última instancia, es lo que nos pasa a nosotros mismos, que también parecemos insensibles a las maravillas que el mundo nos ofrece. Junto a ello, otra de las señas de identidad de Malick es su montaje: un mosaico construido con infinitas teselas pero que fluye ágil y grácil a lo largo de todo el metraje, que va llevando al espectador como si navegara en una embarcación a lomos de un mar sereno y en calma. La historia se construye a través de un torrente de imágenes que se suceden a ritmo vertiginoso pero que, a la vez, de manera majestuosa, van encuadrando los miedos y angustias de unos caracteres que, a pesar de su frenética búsqueda, no parecen dirigirse a ningún sitio. Intentando hallar una joya perdida, solo el tiempo y la vivencia de unas circunstancias nos ayudarán a descubrir cuál es el verdadero camino hacia ella.
TRÁILER DE LA PELÍCULA:
IMÁGENES DE LA PELÍCULA:
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