GONZALO GARCÍA-PELAYO: EL AÑO DE LOS PRODIGIOS


Entre 1976 y 1983, Gonzalo García-Pelayo dirigió cinco películas (Manuela, Vivir en Sevilla, Intercambio de parejas frente al mar, Corridas de alegría y Rocío y José). Después, durante treinta años, solo pudimos ver de él los episodios Tres caminos al Rocío del programa de televisión Vivir cada día (1986) y Veinte mil semanales de la serie Delirios de amor (1989), antes de regresar al cine con Alegrías de Cádiz (2013). A partir de esta película (no sabemos exactamente si gracias a ella), Gonzalo no se convirtió en una de esas figuras míticas como Paul Morphy, Bobby Fischer, Robin Friday e Iván Zulueta cuyo retiro temprano y abandono para siempre de la actividad en las que eran genios quedaron rodeados de una aureola enigmática y legendaria. Pero es que ello era imposible porque uno de los principales adalides de la alegría no solo en el cine sino, podemos decir, en todo el arte contemporáneo no podía quedar unido a una lista de personajes tortuosos y atormentados. Desde 2013, Gonzalo García-Pelayo ha realizado Niñas (2014), Copla (2015), Amo que te amen (2015), Niñas 2 (2016), Mujeres heridas (2016), Sobre la marcha (2016), Todo es de color (2016) y, codirigida con Pedro G. Romero, Nueve Sevillas (2020), la cual ganó el Premio a la Mejor Película en la sección Las nuevas olas – No ficción del Festival de Cine de Sevilla 2020 y Premio del Jurado IndieMusic del Festival de Cine de IndieLisboa 2021.  Es decir, ocho películas en siete años que nutrieron la filmografía del director con, en mi opinión, un espíritu aún más heterodoxo del que lució allá por los años 70 y 80. Ahora, en 2021, y para sorpresa y satisfacción de los que somos apasionados seguidores del cine del director, Gonzalo anunció su proyecto de realizar siete películas en doce meses (que, al final, iban a ser ocho y que ya veremos en cuántas quedan), más sus making of y otro film que documente toda esta aventura, de las cuales ya hemos podido ver las dos primeras: Dejen de prohibir que no alcanzo a desobedecer todo y Ainur, dos películas sobre las que hay mucho que decir.

 

A la izqda.., un momento del rodaje de Dejen de prohibir… A la dcha., una escena de Ainur

 

LA DINÁMICA MUSICAL

Creo que es fundamental tener en cuenta la labor de Gonzalo García-Pelayo como productor musical y su pasión por la música como elementos clave para comprender cómo desarrolla sus películas en su faceta como director. El modo en que una composición musical va desplegando sus temas es radicalmente diferente a cómo, habitualmente, se hace en la prosa narrativa o en la mayoría de las películas filmadas a partir de guiones construidos según una estructura lógico-racional y se termina pareciendo a las formas usadas en poesía (asumiendo que el término “tema” en música es diferente al término “tema” en literatura y cine pero equiparándolos, en ambos casos, en cuanto elementos estructurales que articulan la forma de las respectivas expresiones creativas). He dicho “el modo de una composición musical” y debería decir, más bien, “los modos de una composición musical” porque los mismos no son idénticos ni en una época ni a lo largo del tiempo, lo cual proporciona una diversidad que siempre es inspiradora cuando se quieren hallar nuevas maneras de articular un relato o una narración. Toda composición musical va enlazando sus temas (sus pautas melódicas y sonoras) sin atenerse a un esquema rígido previamente configurado. Es cierto que muchas composiciones sí tienen una estructura previa (por ejemplo, en tres partes al modo de la exposición-nudo-desenlace de cualquier narración de corte clásico) pero las dinámicas dentro de la misma admiten y han tenido una amplia diversidad y variedad. Así, podemos ver casos en los que una pauta previa e inamovible sea recreada y explorada para descubrir todos los cambios posibles que admite, como podemos ver en las Variaciones Goldberg de J. S. Bach, en las canciones de los Ramones o en los fandangos flamencos (de los que se conocen casi 100 tipos diferentes). También es habitual que una sinfonía esté construida con varios temas recurrentes (una serie de leitmotivs, podríamos decir) que se unen al final en el clímax de la composición. Pero también es posible, como sucede en la música contemporánea, que esos temas pueden irse sucediendo sin que se ninguno se convierta en leitmotiv, es decir, suenan en un tramo de la composición pero no vuelven a repetirse. Vendría a ser, desde un punto de vista estético, como la exaltación del destello, de lo prodigioso, de un punto sublime que se alcanza en un instante efímero que no cabe prolongar sin perder su intensidad. Un conjunto de notas no destacaría por su repetición sino, precisamente, por brillar en un determinado intervalo de tiempo, por ser algo único e irrepetible (y que, por ello, debe ser irrepetido).

 

 Un momento de alegría y música en Dejen de prohibir que no alcanzo a desobedecer todo


Aunque puede parecer insólito lo que voy a decir, si quieren apreciar cómo una mentalidad de corte musical concibe, por ejemplo, la labor de escritura, en comparación con una mentalidad formada en el pensamiento lógico-racional más riguroso, no tienen más que comparar las encíclicas de Juan Pablo II con las de Benedicto XVI para comprobarlo. Mientras que en los textos de Wojtyla, las cuestiones que abordan van, vuelven, entran otros, salen y acaban finalmente convergiendo, en los de Ratzinger se sigue una lógica escolástica nítida, férrea y contundente. Las películas de Gonzalo García-Pelayo están construidas al primer modo expuesto y, además, cada vez en mayor medida, están influidas por ese espíritu moderno en el que hemos destacado la “exaltación del destello”, algo propio del jazz y del flamenco y que el director conoce perfectamente. Podríamos decir que una dimensión posible o paralela del “destello” es el “milagro”, un hecho o acontecimiento que escapa de la capacidad de la razón para explicarlo. Esta encarnación del “milagro” es (utilicemos el término sin miedo por todo lo que llevamos dicho) uno de los leitmotivs clásicos del cine de Gonzalo: el embarazo del personaje de Ana Bernal al final de Vivir en Sevilla o el de Pepa (interpretado por cuatro actrices diferentes) al final de Alegrías de Cádiz, el amor entre los protagonistas en Rocío y José, el número mágico final en Niñas… Pero, fuera de su concepción como clímax argumental (que serviría para definir al director como el Dreyer o el Bresson del epicureísmo), también puede articular todo el proceso de creación cinematográfica como una búsqueda minuciosa de lo sublime para que quede registrado visualmente para la eternidad. Este elemento está presente tanto en Dejen de prohibir… como en Ainur.

 

La búsqueda de lo sublime y prodigioso en Ainur


EL ESPACIO COMO DETERMINANTE

Cuando en agosto de 2019 entrevisté a Jonás Trueba con motivo de su película La virgen de agosto, le gustó mucho cuando le pregunté por el “marco de disciplina” de su film (que, en su caso, era una estructura de diario). Porque cuando se opta por una fórmula narrativa alejada de las perspectivas convencionales, es necesario encontrar el modo de articular el relato sin que el mismo carezca de orden ni concierto. En el caso de Dejen de prohibir… y Ainur ese “marco de disciplina” viene determinado por el espacio. Hay muchas películas que son lo que son en virtud del espacio en el que las mismas se desarrollan. Pensemos en Náufragos (1944), La soga (1948) y Crimen perfecto (1954) de Alfred Hitchcock, Hiroshima mon amour (1959) de Alain Resnais, La huella (1972) de Joseph L. Mankiewicz o en películas españolas como Contactos (1970) de Paulino Viota, La cabina (1972) de Antonio Mercero, Función de noche (1981) de Josefina Molina, La habitación de Fermat (2007) de Luis Piedrahita y Rodrigo Sopeña o Buried (2010) de Rodrigo Cortés. No es que estas películas no hubieran podido ser realizadas con una concepción diferente del espacio cinematográfico pero, si transcurrieran en un lugar o lugares distintos, hubieran sido películas radicalmente diferentes.  


Hubiera sido imposible rodar Dejen de prohibir que no alcanzo a desobedecer todo en un lugar distinto a la Plaza del Pelícano en Sevilla

 

Hiroshima mon amour solo admite haber podido ser realizada en Hiroshima, ni tan siquiera en Nagasaki, porque al drama colectivo vivido por primera vez en forma de estallido de una bomba atómica por parte de una población se le contrapone el drama individual vivido por primera vez en su juventud por el personaje interpretado por Emmanuelle Riva. En ambos casos, en sus respectivas dimensiones, es el trauma frente a lo desconocido, frente a lo nunca antes experimentado. En Dejen de prohibir… y Ainur, esos espacios decisivos son, respectivamente, la Plaza del Pelícano en Sevilla y la ciudad de Nur-Sultán, capital de Kazastán. A continuación, explicaremos qué es lo que aportan cada uno de estos lugares a las dos películas pero, sin ellos, ninguna sería tal como nos ha llegado porque se tratan de dos espacios sin alternativa posible y el primero, tal vez, sin momento temporal alternativo en el que poder desarrollarse ya que, como se dice en un momento del film, las amenazas urbanísticas cercan ese pequeño enclave, por lo que asistimos a, cómo no, un milagro encarnado en piedra, hormigón, cristal y cemento que, a su vez, da lugar al propio milagro de la película, que, lejos de ser concebida como un producto meramente industrial, es contemplada por encima de todo como obra artística que no debe renunciar a dicha condición. Veamos, pues, Dejen de prohibir... y Ainur como la alternativa desafiante a la producción en serie de las grandes plataformas audiovisuales: es posible realizar siete películas en doce meses bajo unos criterios creativos y estéticos de máxima exigencia. Y aún es posible la búsqueda de lo sublime cuando parece que no estamos acostumbrado a lo anodino, lo rutinario o a lo adocenado.

 

El espacio como elemento determinante en Ainur

 

LA MUJER, EL AMOR

En Vivir en Sevilla, al final de la primera parte, la trama se interrumpía para realizar una pregunta a Benito Moreno, coautor de la música de la película, y a Beatriz Álvarez, maquilladora del equipo. Esa pregunta giraba en torno al personaje interpretado por Miguel Ángel Iglesias, protagonista de la película, y sus dudas amorosas entre Ana Bernal y Lola Sordo: “¿Qué es, realmente, lo importante?¿Una mujer o la mujer?”. Toda la filmografía de Gonzalo García-Pelayo busca hallar las respuestas posibles a esta pregunta y que plantea el dilema entre la mujer real y la mujer idealizada, y, yendo más allá, entre la realidad y la idea, entre Nietzsche y Platón, si queremos llevar el razonamiento hasta sus últimas consecuencias. Realmente, el cine del director busca cómo estar a la vez en ambos extremos, cómo hacer convivir dos formas de vida y dos visiones opuestas dialécticamente pero por las que es imposible optar. En un momento de Alegrías de Cádiz, contemplamos el puente sobre la bahía aún sin terminar, con un hueco aún por construir entre los ramales de ambas orillas. Esa película y, por extensión, todo el cine de Gonzalo podríamos decir que se asienta en ese espacio aún inexistente pero que se sueña con que exista, ese espacio en el que los opuestos dejan de ser tales y que haría posible que la dialéctica se jubilase porque ha cumplido con su trabajo y ya no le queda nada más por hacer. Pero, mientras que ese momento llegue, mientras que el puente aún no esté finalizado, tenemos que vivir bajo una incompletitud que, sin que tenga por qué atormentarnos, sí nos complica la existencia. Porque, de ser consciente de esta tensión entre posibilidades que parecen incompatibles, ¿cómo concebir el amor?¿Tenemos que amar a una sola persona?¿Y si nos enamoramos de varias?¿Y si hubiera distintos tipos de amor?¿Y si el amor viene y va y no puede llegar a ser eterno? En esa encrucijada emocional, es donde el cine de Gonzalo García-Pelayo alcanza una de sus cimas y donde crece y se expande a partir de una inquietud que aún no ha encontrado su respuesta final porque tan respuesta no existe sino que solo es posible vivir la vida tal como es y tal como viene.

 

La mujer como tema central en el cine de Gonzalo García-Pelayo

 

DEJEN DE PROHIBIR QUE NO ALCANZO A DESOBEDECER TODO

Dejen de prohibir… transcurre en la Plaza del Pelícano en Sevilla, un reducto de libertad, con un alma mater que se llama Pepe Ortega, en el que han acabado coincidiendo un grupo de personas de diverso origen y nacionalidad con amplias inquietudes creativas y artísticas. Orlando (un trompetista cubano), El Canijo de Jerez, Carmela Páez ‘La Chocolata’, Perpetuo Fernández, José Guapacha (cantante cubano), Chipi, Myriam Béjar, Marta Santamaría, Emi La Hezar (bailarina iraní), Fernando León, El Cani de Triana, Dulce Mandi y Rocío Durán despliegan su arte y lo muestran ante la cámara como acta notarial de la explosión estética que se produce en un contexto de ausencia de prejuicios y limitaciones. Junto a esta vertiente documental del film, se superpone una leve capa de ficción (en la que se suman al elenco Ana Bernal –la mítica protagonista de Vivir en Sevilla Javier García-Pelayo, Jeri Iglesias y Olivia Cábez, quien da vida a la pareja del personaje interpretado por El Canijo de Jerez) que traslada a la película a ese territorio híbrido entre lo documental y lo ficticio que tan fructíferos resultados ha demostrado albergar en los últimos tiempos para el séptimo arte. En cierto modo, Dejen de prohibir… vendría a ser una película que discurre en dimensión paralela a Nueve Sevillas, solo que si esta funciona a nivel macrocosmos, Dejen de prohibir… lo hace a nivel microcosmos. Si Nueve Sevillas es una catedral gótica, Dejen de prohibir… es una pequeña capilla románica que te atrapa por su acogimiento y calidez.


Uno de los momentos clave de Dejen de prohibir que no alcanzo a desobedecer todo con El Canijo y Olivia Cábez

 

Es Carmela Páez ‘La Chocolata’ quien, en un momento del film, da dos de sus claves fundamentales en dos frases tan sencillas como expresivas. En una, define la Plaza del Pelícano como “un micromundo de libertad y arte”. En otra, afirma que “el arte no lo eliges tú, te elige a ti”. A partir de esas dos premisas, Dejen de prohibir… muestra una atmósfera en suspensión y casi evanescente en la que desfilan toda una serie de pequeños milagros que solo son posibles en ese lugar casi encantado que ha sido ocupado por el arte y la creatividad. Cada canción que se interpreta es un pequeño milagro, los sorprendentes monólogos anarquistas de Perpetuo Fernández son otro milagro que rompe esquemas y convenciones, la intervención en la película de Ana Bernal después de no saber nada de ella durante muchos otros años es otro milagro mas y, al final, el deseo imposible de un trompetista también se ve cumplido como clímax final de una historia que no es una historia porque busca ser reflejo de una realidad auténtica que es un desafío frente a la presión de un exterior estandarizado, reglamentado y encorsetado, que se convierte en la película en un entorno ausente que no influye en los personajes porque estos han logrado liberarse del mismo (aunque no sabemos por cuánto tiempo).

 

Algunos de los personajes que acaban coincidiendo en la Plaza del Pelícno en Dejen de prohibir que no alcanzo a desobedecer todo

 

Y, por supuesto, el amor, la mujer, las parejas y todo lo relacionado con la faceta carnal y sentimental del ser humano también tiene su presencia en Dejen de prohibir… Si en Alegrías de Cádiz, al comienzo de la película, Javier García-Pelayo decía que esta iba “de amar, de chavales jóvenes que entran y salen, que van, que se quieren, que no se quieren“ (otra vez, la estructura musical presente), en Dejen de prohibir… el tema sentimental se centra, como hemos dicho, en la pareja formado por Olivia Cábez y El Canijo, la cual también tendrá sus idas y venidas emocionales. Pero, en esta ocasión, en vez de elegir mostrar explícitamente el trasfondo emocional por el que ambas personajes pasan, se opta por una descomunal y transparente elipsis que apuesta por la capacidad del espectador para seguir el hilo amoroso afectivo de los caracteres del film y comprender la demostración de que los sentimientos son libérrimos en su devenir y en sus inclinaciones. Por todo ello, la sevillana Plaza del Pelícano se termina convirtiendo en un espacio mítico, en algo así como Monument Valley de Gonzalo García-Pelayo, un microcosmos que sintetiza todo el mundo del director y nos lo presenta como una preciosa miniatura tan sencilla como deslumbrante.

 

Un momento del rodaje de Dejen de prohibir que no alcanzo a desobedecer todo

 

AINUR

Como ya hemos dicho, Ainur transcurre en la capital kazaja, en Nur-Sultán. Nur-Sultán es una ciudad desconocida para la inmensa mayoría de los espectadores, de modo que no es que no exista memoria cinéfila en relación a ella, es que ni tan siquiera cabe hablar de memoria en relación a un lugar que no es posible “re-conocer” sino exclusivamente “conocer”, afrontar esa experiencia única y genuina de entrar en contacto con algo nuevo e ignoto. Ese acontecimiento, en estos tiempos de saturación y exceso de información, de creer que ya sabemos todo, genera la sensación en el personaje interpretado por Víctor Vázquez de que Nur-Sultán no existe. Porque, en gran medida, recordando a Tarkovski, parecería que el ser humano ha perdido su capacidad de identificar y contactar con lo prodigioso, que lo ha excluido de su vida como una imposibilidad inalcanzable. Por lo que contemplar esa ciudad construida en medio del desierto, esa ciudad que, de la noche a la mañana, pasó a ser una localidad modesta y provinciana en una urbe de rascacielos, edificios de cristal y construcciones modernistas, genera un shock que es el alma de la película, un enfrentarse sin referentes a la realidad para dirimir las cuestiones esenciales que esta nos plantea.

 

Un momento de Ainur con Olivia Cábez, Pablo Piedras y Víctor Vázquez, protagonistas de la película


En Ainur, Gonzalo García-Pelayo enfrenta a los personajes y a los espectadores al hecho desnudo del descubrimiento y del hallazgo, no solo porque nos traslada a una ciudad desconocida porque, casi siempre, oímos hablar a sus habitantes sin ayuda de subtítulos o traducción simultánea, de modo que solo tenemos la expresión del rostro, los gestos, los movimientos corporales y el contexto para interpretar lo que nos dicen y nos quieren comunicar. Pero no hace falta nada más para seguir el hilo de lo que va sucediendo y para identificar los momentos en los que se plantean las cuestiones clave del film. La primera de ellas, el tema de la individualidad, la capacidad del ser humano para no ser absorbido por el tiempo-masa, para, tal vez, desaparecer, difuminarse para poder existir realmente. Podemos pensar en Rebeca (1940) de Alfred Hitchcock, cuyo título remite a un personaje que ya ha fallecido pero cuya presencia impone su reinado despótico sobre todos los residentes en Manderley y que logra intimidar desde su posición fantasmal a la protagonista, un personaje del que nunca llegamos a saber su nombre, que no consigue salvar su individualidad frente al coloso en el que vive. Pero se nos puede venir también a la memoria La aventura (1960) y El eclipse (1962) de Michelangelo Antonioni (las exploraciones urbanísticas y arquitectónicas en ambos films tienen un evidente aire de familia con las de Ainur), dos películas sobre las que yo he acabado teniendo la duda de si los personajes desaparecen o si lo que nos quiere expresar el director italiano es que han acabado siendo absorbidos por la uniformidad y estandarización de la época. En contraposición a estas dos visiones que tienden al pesimismo, y acorde con el carácter muy distinto de Gonzalo García-Pelayo, el personaje de Ainur que da título a la película ya ha muerto en un accidente cuando la película empieza pero con ello lo que ha conseguido es dejar su influjo positivo en todas las personas que ha llegado a conocer. Estamos todo el tiempo viendo a Ainur aunque en ningún momento aparezca en el film. Y lo hacemos a través de quien fue su marido (Víctor Vázquez), de quien es la nueva pareja de este (Olivia Cábez), de quien fue un gran amigo y, quizás, enamorado en silencio (Pablo Piedras), de su familia y de las mujeres de Nur-Sultán que vamos conociendo.

 

Imágenes de los cuatro intérpretes que dan vida a la familia de Ainur en Ainur

 

Pero, junto al tema de este personaje poderoso que sigue irradiando su personalidad en todos los que tuvieron alguna relación con ella, aparecen otros habituales en las películas del director como todas las caras con las que el amor se manifiesta, la búsqueda de lo sublime, la belleza de la mujer y, cómo no, los milagros finales en forma de catarsis personales, concentradas en dos escenas que, lejos de cualquier ampulosidad rimbombante, sintetizan y concentran con máxima sencillez todos los hilos con que ha ido tejiendo el tapiz de su película. Solo despojados de ideas y cargas previas, en un espacio del que llegamos a dudar si existe o no, en un territorio sin cartografiar, es como podemos llegar a descubrir nuestro auténtico y verdadero destino personal

 

Olivia Cábez y Víctor Vázquez en un momento de Ainur

 

A MODO DE RECAPITULACIÓN

En su búsqueda de lo sublime, el cine de Gonzalo García-Pelayo se acaba impregnando de lo que podríamos denominar un misticismo laico y carnal, de una visión del arte como escalada a una cima que solo dura unos pocos segundos pero que se hace infinita. Es la llegada a esa cumbre la que da sentido al camino, no al revés. De nada sirve una ruta que llegase a casa o a los rincones habituales ya transitados. Posiblemente, el caminar sería más firme y seguro pero no merecería la pena realizarlo desde el punto de vista artístico. En términos creativos, siempre hay que ir a ciegas para acabar viendo la luz.


Un significativo momento visual en Ainur

 

 

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