WHITE LINES: IBIZA ME MATA



Es complicado hablar de White Lines porque se trata de una serie que podría entrar dentro del socorrido término de “inclasificable”. Y, aunque a primera vista lo es, si empezamos a desenredar algunas de sus claves nos daremos cuenta de que, como en muchas producciones de Netflix, es una serie que pisa sobre terreno más seguro del que pueda parecer en un principio. Empecemos por el creador de la serie, Álex Pina, a quien, tras el gran éxito internacional de La casa de papel,  se le ha ampliado obviamente la oportunidad de diseñar nuevas producciones a nivel internacional. Álex Pina ya había escrito y creado previamente series tan conocidas y populares como Más que amigos, Periodistas, Los Serrano, Los hombres de Paco, El barco, Bienvenidos al Lolita, Vis a vis o El embarcadero y había dirigido el film Kamikaze (2014) y, en todos estos proyectos, ya habían ido estando presentes, cada vez con mayor fuerza y eliminando muchos de los rasgos de sus creaciones iniciales, algunos de los elementos que forman parte de White Lines: esencialmente, la coexistencia de elementos aparentemente heterogéneos e incompatibles entre sí que proporcionan gran poderío al relato, búsqueda de espectacularidad en las tramas, acabado visual con aire cosmopolita, amplio retablo de personajes con caracterizaciones fuertes y precisas y audaces puntos de partida argumentales.




En el caso de White Lines, todo ello vuelve a cumplirse en el contexto de un escenario que todo el público conoce aunque solo sea de oídas y que, por ello, no necesita de demasiada presentación: Ibiza, el ambiente que la envuelve desde que en los años 60 y 70 fuera lugar de destino preferencial para la comunidad hippie, sus discotecas y el estilo musical nacido de ellas. Todo ello sirve para desarrollar una historia que transcurre en dos momentos temporales diferenciados (la actualidad y los mediados de los 90) unidos entre sí por un asesinato sin resolver: el de Axel Collins, un DJ de Manchester que huyó a la isla balear para conseguir la libertad que le era negada en su ciudad natal. Veinte años después de su misteriosa desaparición, su cadáver aparece en el desierto de Almería y su hermana, Zoe, (interpretada por Laura Haddock, a quien hemos podido ver con anterioridad en Guardianes de la galaxia – 2014 – y Guardianes de la galaxia. Vol. 2 – 2017 – de James Gunn y Transformers : El último caballero – 2017 – de Michael Bay) decide marchar a Ibiza para investigar cómo se produjo su muerte. Allí, se encontrará con los antiguos amigos y rivales de su hermano y, en el proceso de sus pesquisas, la protagonista verá transformarse a ella misma y a su visión sobre su vida y su pasado.




El esquema narrativo de White Lines, en función de lo explicado, se desarrolla en torno a una serie de flashbacks que nos hacen saltar desde el presente al momento en el que tuvo lugar el punto de partida de la trama, en los años 90, de un modo similar a como ocurría en una serie tan conocida como Caso abierto. (A veces, quizás más de las adecuadas, también se emplean los flashbacks como medio de mostrar algo que ha ocurrido en la trama que transcurre en la actualidad pero que se ha eludido mediante una elipsis. En mi opinión, ello tiende a crear cierta confusión y aporta poco al resultado final aunque pueda ser un recurso bastante efectista ya que suele revelar un giro significativo y sorpresivo en la trama). Sin embargo, el punto fuerte del argumento es el soberbio elenco de personajes que están caracterizados con enorme poderío y que, cada uno de ellos, podrían tener su propia serie ya que logran traslucir que llevan consigo un pasado tan intenso que nos invade la curiosidad por saber qué hay en las lagunas biográficas en las que la serie no se adentra.




Nos encontramos con la figura del mejor amigo de Axel Collins, Marcus (interpretado por Daniel Mays, a quien hemos visto recientemente en 1917 de Sam Mendes y antes en Rogue One: Una historia de Star Wars – 2016 – de Gareth Edwards), un DJ que coquetea permanentemente con la derrota y que se mueve todo el tiempo al borde del abismo pero que, a pesar de todo ello, conserva un aire de dignidad que hace que su personaje nos caiga bien, nos enganche y le deseamos que salga sano y salvo de todos los problemas en que se va metiendo; están los Calafat, la familia que domina la isla, con un patriarca cínico y descreído prodigiosamente interpretado por Pedro Casablanc, un heredero atormentado y lleno de dudas a quien da vida Juan Diego Botto, una hija que quiere desligarse de su familia pero que no es capaz de romper los lazos con ella (encarnada por una Marta Milans a quien hemos visto en las series disponibles en Movistar+ El embarcadero y Vergüenza) y una madre (Belén López) que mezcla de manera sorprendente ambición, dureza, fragilidad y dosis subyugantes de perversidad; está Boxer (Nuno Lopes), uno de los fieles servidores de los Calafat, que entablará relación con la protagonista y que, a raíz de ello, se verá inmerso en unas circunstancias que le obligarán a moverse en dilemas continuos; está David (Laurence Fox), el gurú que a través de la drogas y la meditación quiere resolver los problemas emocionales de la gente que conoce y que acude a él en busca de ayuda; está Anna (Angela Griffin), la exmujer de Marcus que quiere romper con él pero del que, a pesar de todo, sigue enamorada; y están los Martínez, padre e hijo (Fernando Albizu y Agus Ruiz), rivales de los Calafat y que también viven una relación compleja y problemática.




Toda esa galería de caracteres es el punto fuerte de la serie, mucho más que lo que se refiere a la resolución del misterio que constituye la columna vertebral de la serie ya que, como se expresaba en las dos primeras temporadas de Twin Peaks, cuando el enigma se resuelve, poco más queda que decir y la historia se derrumba porque ha perdido su razón de ser. En White Lines, el misterio se dilucida como si no fuera lo más importante de lo que se nos está narrando. Y, de hecho, no lo es. Es mucho más decisivo su retrato del delirio que envuelve a las fiestas ibicencas, de las tensiones entre familias por conseguir el poder de un pequeño territorio, la descomposición de la amistad y las traiciones que conlleva y la necesidad frustrada de encontrarse a sí mismo y descubrir que te has alejado de lo que querías realmente ser. White Lines se mueve siempre al borde del precipicio (de uno de esos precipicios que veremos con frecuencia a lo largo de los 8 episodios que conforman la temporada) y cuesta trabajo decidir qué nota le pondríamos. Contradictoria, desmesurada, con ecos simultáneos tal vez de Showgirls (1995) de Paul Verhoeven, 54 (1998) de Mark Christopher, The Last Days of Disco (1998) de Whit Stillman, Velvet Goldmine (1998) de Todd Haynes y 24 Hour Party People (2002) de Michael Winterbottom, nos queda por ver si los hilos sueltos que han quedado en esta primera temporada tienen continuidad coherente en la nueva entrega. La principal duda que nos ha quedado es si la protagonista, Zoe, ha resuelto sus dilemas interiores o no. A mí, no me ha quedado claro. Quizás, en unos teóricos nuevos episodios podamos dar respuesta a esa incógnita.




TRÁILER DE LA SERIE:



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