Sin duda alguna, uno de los
platos fuertes de la presente edición del Atlántida Film Fest 2019 es la
retrospectiva dedicada al cineasta español Andrés Duque. Nacido en Caracas y
afincado actualmente en Barcelona, Andrés Duque es, simultáneamente y sin
solución de continuidad, un poeta de las imágenes y un hechicero que convoca
elementos dispersos y aparentemente desconectados para abrirnos a nuevas
realidades y dimensiones. Cuando empezamos a ver un film de este director,
sabemos (más o menos) qué estamos viendo pero lo que nunca imaginamos es dónde
nos va a llevar este viaje visual que siempre va a tener un destino inesperado.
A continuación, revisamos los títulos que integran esta excelente y
oportunísima retrospectiva.
Posiblemente, la gran película
del Festival. ¿Documental?¿Ficción?¿Combinación de elementos diversos para dar
lugar a un relato que, estando a medias entre uno y otro género, sea, sin
embargo, un retrato preciso y certero de la verdad? Resulta imposible definir
este fascinante film que se desarrolla en la región de Carelia, situada entre
Finlandia y Rusia y que, en la actualidad, forma parte de este último país. Carelia: Internacional con monumento traza
un hilo entre las matanzas cometidas por Iván el Terrible en el territorio en
el siglo XVI con las llevadas a cabo por Stalin en el siglo XX con la búsqueda en
los tiempos actuales de las fosas comunes donde fueron enterrados los cadáveres
de las víctimas de esta última represión y con las consecuencias políticas que
dicha búsqueda ha provocado. El film empieza siendo un recorrido por la
historia y cultura de Carelia, nos invita a conocer a una familia que vive, en
cierto modo, apartada de la civilización (y que, quizás, encarne la utopía de
poder crear un mundo que no arrastre con los lastres y cadenas del pasado) y,
en un impresionante giro visual, colocan al espectador ante la experiencia de
revivir, de modo simbólico, un genocidio virtual que sirve de enlace al
presente y la situación actual de autoritarismo en Rusia. Película que se
aparta de todo antecedente o referencia previos, constituye una joya narrativa
que demuestra la infinita capacidad expresiva de Andrés Duque y su habilidad
para, a partir de elementos muy sencillos, crear un discurso rico, complejo y
de gran envergadura.
Esta película es casi un milagro,
el eco de una nota musical que aún sigue resonando en el aire y de la que
únicamente percibimos sus últimos retazos antes de que se apague
definitivamente. Porque este documental retrata al músico, compositor y
pianista ruso Oleg Karavaychuk y lo hace poco antes de que falleciese el 13 de
junio de 2016, lo cual provocó que el rodaje del film se tuviera que
interrumpir. Pero, lejos de que ello le reste fuerza a la película, la envuelve
en un aura frágil y misteriosa, la ubica en el mismo límite de territorios
precarios que conectan unos con otros para realzar una figura insólita e
irrepetible, una figura que, posiblemente, solo podría surgir en Rusia, y que,
al mismo tiempo que se deja fascinar por las obras de arte alojadas en el Museo
del Hermitage, parece sentir admiración similar tanto por Catalina la Grande
como por Stalin. Las peculiares ideas de Oleg Karavaychuk le hacen apartarse
del canon clásico (riéndose abierta e irónicamente de la reacción del público
ante el mismo) para abrir el camino a una concepción radicalmente diferente de
la creación musical, convirtiendo sus palabras finales, sobre las consonancias,
las disonancias, los hábitos de los monjes y el papel de la mucosa en los
organismos humanos, en un discurso que linda con la genialidad, con el delirio
y con el hallazgo de una nueva dimensión que nunca antes habíamos imaginado.
Creo que la palabra “ensayo” está
colocada con toda la intención en el título de esta película, recorrido
heterogéneo y doloroso por toda una serie de vivencias del director a lo largo
de un intervalo no excesivamente amplio, vivencias entre las que se incluye el
fallecimiento de su padre, hecho que acaba ocupando un lugar central en el
film. Porque si Ensayo final para utopía comienza
con el viaje de Andrés Duque por Mozambique para conocer el país, su cultura y
su cinematografía, la enfermedad y posterior muerte de su padre impregna a ese
recorrido, cuando es plasmado visualmente en la película, de una tristeza y una
melancolía, de una sensación de duelo, que nos invita a reflexionar sobre la
confianza que podemos tener en los recuerdos, sobre cómo los mismos son teñidos
inevitablemente por los sentimientos del presente y sobre el poder y, a la vez,
fragilidad de las imágenes, que aúnan a su capacidad de transmisión la
posibilidad de que el sentido de las mismas se altere sustancialmente con el
más mínimo cambio o alteración del modo en que son presentadas. Pero queda otra
palabra importante del título, la de “utopía”, utopía que el régimen político
establecido en Mozambique tras la independencia del país quiso alcanzar y de la
que, tal vez, solo quedan viejas imágenes en blanco y negro que no son más que
recuerdos destinados a extinguirse.
Color perro que huye nace de todo un conjunto de vídeos que el
director tiene en el disco duro de su ordenador. Es decir, podemos pensar que
este film es una anatomía del caos. Y podría serlo, una disección de toda esa
avalancha de imágenes que nos asaltan, nos invaden y condicionan nuestra
imaginario. Desde escenas de la vida cotidiana hasta recuerdos de viajes,
pasando por, elemento crucial del film, grabaciones de El jardín de las delicias de El Bosco que nos pueden hacer pensar
que Color perro que huye viene a ser
una recreación del “jardín de las delicias” contemporáneo, creado a base de
iconos e imágenes sin sentido. Pero, de repente, se produce el milagro, porque a
esa lectura otorgada a la obra del pintor flamenco, se le añade otra completamente
distinta al ser la pieza que da sentido a todo el conjunto y la que nos permite
averiguar el significado del enigmático título de la película. Una obra, en
suma, que representa un antes y un después en la trayectoria de Andrés Duque y
que muestra su capacidad para descubrir un hilo oculto entre todo un torbellino
de imágenes aparentemente inconexas.
Este magnífico documental tiene
dos dimensiones complementarias que no se excluyen entre sí. Por un lado, es un
acercamiento único a una figura de nuestro cine: el director donostiarra Iván
Zulueta, creador de Arrebato.
Vemos a Iván en su casa familiar en San Sebastián, Villa Aloha, y lo vemos
inmerso en la problemática situación provocada por su adicción a las drogas,
los problemas económicos que de ello se deriva y la imposibilidad de poner en
marcha nuevos proyecto artísticos o cinematográficos. Contemplamos todo el
imaginario sobre el que se asentó el universo creativo de Zulueta, su amor por
las artes plásticas, su inmensa habilidad para diseñar carteles de películas y
ese pensamiento visual (ajeno a toda reminiscencia literaria) que caracteriza a
su obra. Pero, añadida a esa dimensión (que convierte a Iván Z en un documento histórico de primer orden), está la de la
admiración que siente Andrés Duque por Zulueta y, en cierto modo, la
confirmación de que en las trayectorias de ambos autores hay un intenso nexo
común: la necesidad de encontrar, en esta realidad, una grieta por la que escapar
hacia otra realidad diferente y que se nos muestra esquiva y escurridiza. Tras Iván Z, es lo que Andrés Duque ha hecho
en todas y cada una de sus películas.
Sugerente corto que, solo en 23
minutos, es capaz de aunar el espíritu de La
jetée (1962) de Chris Marker con el de Fahrenheit
451 (1966) de François Truffaut. La ciencia-ficción más poética, reflexiva
y filosófica, la exploración del mundo de la creación, el amor por la
literatura y la combinación de imágenes sorprendentes, fastuosas y casi
delirantes se aúnan para crear una miniatura tan bella como poderosa que
podemos ver una y otra vez sin que deje de sorprendernos su hermosa factura y
su profundo discurso.
A la vez que viaja junto a un
fotógrafo norteamericano, Andrés Duque va tomando imágenes diversas y muy poco convencionales
de nuestro país, conformando una especie de “cara B”, el lado oculto que está
en la vertiente opuesta de aquello que siempre se muestra y se enseña. La
España despoblada, la España alejada de los grandes y poblados núcleos urbanos,
los trabajos poco conocidos y los paisajes más insólitos y alejados de la
mirada de postal son los protagonistas de este documental de 39 minutos que
podríamos resumir modificando la célebre frase del poeta francés Paul Eluard: “Hay
otras Españas pero están en esta”.
La Avenida del Paralelo de
Barcelona recibe este nombre porque su trazado coincide con el de uno de los
paralelos terrestres, concretamente el que tiene como latitud norte los 41º22'34".
En esta famosa avenida barcelonesa, Andrés Duque graba con minuciosidad el
extraño ritual que diariamente realizaba una inmigrante filipina. Con reglas,
escuadras y cartabones, compone curiosas figuras geométricas en la acera, realiza
extraños movimientos y traza enigmáticos dibujos en un mapa. Nada parece tener sentido.
De repente, la protagonista del corto habla y empieza a referirnos misteriosas señales
y coincidencias. ¿Existe, de verdad, un orden oculto detrás de la realidad
aparente?¿O todo ello no es más que una fantasía insensata? Será el espectador
quien deba dar su respuesta.
Andrés Duque (a la derecha en ambas fotos) en el Cine Albéniz de Málaga durante la proyección de Oleg y las raras artes el 13 de diciembre de 2016
Andrés Duque (a la izqda.), con José Manuel Cruz, director de Cine Arte Magazine, en el Cine Albéniz de Málaga el 13 de diciembre de 2016
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