UTOYA. 22 DE JULIO DE ERIK POPPE. EL HORROR


TÍTULO: Utoya. 22 de julio. TÍTULO ORIGINAL: Utøya 22. juli. AÑO: 2018. NACIONALIDAD: Noruega. DIRECCIÓN: Erik Poppe. GUION: Erik Poppe, Siv Rajendram Eliassen y Anna Bache-Wiig. MONTAJE: Einar Egeland. DIRECCIÓN DE FOTOGRAFÍA: Martin Otterbeck. MÚSICA ORIGINAL : Wolfgang Plagge. INTÉRPRETES PRINCIPALES: Andrea Berntzen, Aleksander Holmen, Solveig Koløen Birkeland, Brede Fristad, Elli Rhiannon Müller Osbourne, Jenny Svennevig, Ingeborg Enes, Sorosh Sadat, Ada Eide, Mariann Gjerdsbakk, Daniel Sang Tran, Torkel Dommersnes Soldal, Magnus Moen, Karoline Schau, Tamanna Agnihotri, Yngve Berven, Belinda Sørensen, Ann Iren Ødeby. DURACIÓN: 93 minutos. PÁGINA WEB OFICIAL: http://www.caramelfilms.es/site/pelicula/utoya_22_de_julio.

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Recientemente, hemos hablado en esta revista de una película y un documental, producidos por Netflix, que giraban en torno a la figura de Ted Bundy, uno de los peores asesinos en serie de la historia de Estados Unidos. Durante 4 años de vida criminal, entre 1974 y 1978, llegó a asesinar, según sus confesiones a 30 mujeres. John Wayne Gacy, otro brutal serial killer, conocido con los sobrenombres de “Pogo” o “El payaso asesino”, violó y mató a 33 hombres jóvenes entre 1972 y 1978. De Ed Gein, que fue quien inspiró el personaje de Norman Bates de Psicosis,  se sabe que, entre 1954 y 1957 asesinó a dos mujeres, aunque también llegó a desenterrar los cadáveres de diez mujeres recientemente fallecidas, trasladando sus restos a su casa. Si queremos ver algún caso producido en España, es imprescindible hablar de Manuel Delgado Villegas “El Arropiero”, quien, tras ser detenido por la policía, llegó a confesar que, entre 1964 y 1971, había cometido 48 asesinatos, aunque solo se consideró creíble la cifra de 22. Pero quien aporta las cifras más escalofriantes es Andréi Chikatilo, “El Carnicero de Rostov”, el peor asesino en serie de la historia de la Unión Soviética, quien confesó que, entre 1978 y 1990, había cometido 52 asesinatos. ¿Por qué traigo a colación todas estas siniestras estadísticas? Pues para llegar al caso de Anders Breivik quien, en Noruega, en nombre de la ideología política que defendía, el 22 de julio de 2011, entre las 15.26 y las 18.18, es decir, en dos horas y cincuenta y dos minutos, asesinó a 77 personas, 8 al aparcar una camioneta-bomba frente al edificio del Gobierno en Oslo y 69 en la isla de Utoya, donde había un campamento de las juventudes del Partido Laborista. Además de los fallecidos, 99 personas resultaron gravemente heridas.




Tras su detención, los psiquiatras que evaluaron la salud mental de Breivik en un primer momento diagnosticaron que padecía esquizofrenia paranoide y que, por tanto no era responsable de sus actos, aunque, por la polémica que generó su informe, una segunda evaluación concluyó que sufría de un trastorno de personalidad antisocial y narcisista pero que era capaz de diferenciar entre el bien y el mal por lo que, en consecuencia, podía ser imputado penalmente. Si comparamos el caso de Breivik con el de Bundy, Gacy, Gein, “El Arropiero” o Chikatilo, no tenemos más remedio que llegar a una terrible conclusión: una ideología política es capaz de incrementar hasta límites insospechados el potencial mortífero que una persona puede albergar dentro de sí. Si contrastamos las cifras entre el historial criminal de Chikatilo (52 asesinatos en 12 años) y el de Breivik (77 en dos horas y cincuenta y dos minutos), podemos calcular que la posesión de una ideología supuso incrementar la capacidad de matar del asesino noruego en relación al del asesino en serie soviético, cuyas cifras, ya de por sí, espantan, en un 5.433.565,47%. Detrás de este cálculo abstracto están los mecanismos que han acabado provocando los millones de muertos provocados por la violencia política y las luchas por el poder en los últimos tres siglos (pensemos en la Revolución Francesa, en el genocidio armenio entre los años 1915 y 1923, en las muertes provocadas por la Guerra Civil española y en la represión posterior de la posguerra, en el holocausto promovido y organizado por el régimen nazi, en los crímenes provocados por Stalin en la Unión Soviética, en los derivados de la Revolución Cultural de la China de Mao, en los causados por los jemeres rojos en Camboya entre 1975 y 1979, en las muertes y desapariciones que ejecutaron las dictaduras del Cono Sur latinoamericano en los años 70, en las campañas de asesinatos puestas en marcha por el Ejército Islámico de Salvación en Argelia en los años 90 o en todas las víctimas provocadas por las organizaciones terroristas en sus más diversas manifestaciones) y siempre han planteado un gran problema para el séptimo arte: ¿cómo abordar y representar el horror causado por las ideologías y las luchas de poder, un horror implacable que acumula víctimas a ritmo industrial sin reparar en ningún tipo de emociones, sentimientos o freno moral?




Hay mucho hechos históricos que hemos nombrado en el párrafo anterior que nunca han llegado a ser plasmados directa ni, incluso, indirectamente, en una película. Ha habido casos en los que el horror se intentaba representar de forma directa, pensemos en Diálogos de Carmelitas (1960) de Philippe Agostini y R. L. Bruckberger, América, América (1963) de Elia Kazan, Z (1969), La confesión (1970) o Desaparecido (1982) de Costa-Gavras, Prisionero, sin nombre, celda sin número (1983) de Linda Yellen, La noche de los lápices (1986) de Héctor Olivera, La lista de Schindler (1993) de Steven Spielberg, Sin destino (2005) de Lajos Koltai, Las 13 rosas (2007) de Emilio Martínez Lázaro o El hijo de Saúl (2015) de László Nemes. Pero, en muchísimas ocasiones, el autor se ha distanciado de los hechos, incluso los ha eludido, y ha preferido centrarse en sus huellas o en las ausencias provocadas por los mismos, en el convencimiento bien de que hay en ellos una imposibilidad de representación bien de que sería obsceno intentar reproducir los acontecimientos tal como sucedieron y ahí tenemos los ejemplos de Noche y niebla (1956) de Alain Resnais, La nación muerta (2017) de Radu Jude o Las cruces (2018) de Teresa Arredondo y Carlos Vásquez Méndez. Finalmente, tenemos que mencionar aquellas películas en las que se concede la voz a las víctimas, como ocurría en Shoah (1985) de Claude Lanzmann o Trece entre mil (2005) de Iñaki Arteta. E, incluso, hay un caso, de colosal potencia expresiva, en la que, logrando ganarse el director la confianza de los verdugos, estos hablan abiertamente de los crímenes que han cometido, como es el caso de The Act of Killing (2012) de Joshua Oppenheimer.




 Utoya. 22 de julio de Erik Poppe es la tercera película que se realiza sobre los atentados de Noruega de 2011 y cada una de ellas se ha aproximado al tema de modo muy diferente. 22 de julio (2018) de Paul Greengrass, disponible en Netflix, intenta hacer una aproximación fría y objetiva a los hechos, tanto a los atentados en sí como al juicio posterior y a los intentos de las víctimas por salir adelante. En el Atlántida Film Fest 2019, se puede ver el film documental Reconstruyendo Utoya de Carl Jáver que plantea una recreación de los lúgubres acontecimientos de la isla según el relato de cuatro de las víctimas supervivientes que son plasmados en imágenes al modo de los decorados de Dogville (2003) de Lars von Trier. Utoya. 22 de julio se basa en desarrollar en un complejísimo plano-secuencia los 72 minutos en los que Breivik asesinó a 69 jóvenes, siguiendo los pasos de una chica, Kaja (una colosal Andrea Berntzen) que, a la vez que procura salvarse, intenta dar con el paradero de su hermana pequeña, que está con ella en el campamento. Toda la trama se desenvuelve desde el punto de vista de ella, que, mientras los hechos están sucediéndose, desconoce qué está ocurriendo y quién es el autor de las muertes que están sacudiendo la isla, convirtiendo todo el film en una anatomía del desconcierto y del pavor absolutos.




Erik Poppe, de quien, hace dos años, vimos su film La decisión del rey (2016), una de las mejores películas que vimos en 2017, realiza en Utoya. 22 de julio un preciso y brillante ejercicio de estilo en el que todo funciona como un mecanismo de relojería y en el que logra plasmar a la perfección el clima de terror que se apodera de las víctimas, ayudando a ello el hecho de que no vemos prácticamente en ningún momento al criminal, al que solo logramos vislumbrar durante unos segundos casi cuando la historia está finalizando. De este modo, Utoya. 22 de julio acaba siendo una radiografía del horror puro, un reflejo seco e implacable de ese irresistible impulso homicida que, en virtud de unas determinadas ideologías, se apodera del ser humano. Cuando las consecuencias de ese impulso quedan descontextualizadas, los hechos desnudos pierden toda lógica y sentido, se reducen a ser una acumulación de muertes absurdas que no encuentran ningún modo de justificación. De esta forma, la dimensión final del horror que encierra esta película es que, en virtud de determinadas ideologías políticas, hay muertes, entre ellas las muertes de las que hemos sido testigos como espectadores, que pretenden ser justificadas y racionalizadas. En este punto es donde, posiblemente, se encierre la terrible y devastadora moraleja de este acongojante film.

TRÁILER DE LA PELÍCULA:



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