En la sexta jornada del 29º FANCINE de Málaga, celebrada el miércoles día 20 de noviembre, contemplamos sucesivas disecciones del espanto, a veces bordadas con una peculiar y extraña sutileza.
Sorprendía en la programación del Festival ver esta película de Bertrand Bonello, prestigioso realizador francés director de películas tan meritorias como Tiresia (2003), De la guerre (2008), Casa de tolerancia (2011), Saint Laurent (2014) y Nocturama (2016), y que ahora parecía decantarse por el género del terror. Tras verla, sí que hay que decir que podemos adscribirla a dicho género pero con algunas particularidades que la convierten en una película muy extraña y peculiar. Bonello rescata el concepto original de "muerto viviente" o "zombi", el que proviene de la cultura haitiana del vudú y que, cinematográficamente, se plasmó en la famosa Yo anduve con un zombie (1943) de Jacques Tourneur, un concepto que, prácticamente, nada tiene que ver con el que quedó cristalizado hasta la fecha en la seminal La noche de los muertos vivientes (1968) de George A. Romero. De ese concepto original, Bonello da un protagonismo inesperado a su dimensión sociológica o antropológica, lo cual confiere a la historia un carácter que puede desconcertar a los espectadores más aficionados al género. Zombi Child combina dos tramas temporales: una que empieza en los años 60, en Haití, y que afecta a un hombre que se convierte en zombi por culpa de un hechizo vudú; otra, que se desarrolla en los tiempos actuales y que tiene lugar en un elitista colegio francés donde está como alumna una de las nietas de dicho hombre. Ambas tramas acaban, lógicamente, conectándose y dan lugar a un ambiguo desenlace que, en un principio, no sabemos cómo tomar. Deteniéndonos a reflexionar en las piezas que Bonello muestra a lo largo de la trama, podemos llegar a concluir que la moraleja de esta, en última instancia, fábula sociopolítica, es que importa menos el destino de una casta oligárquica víctima de sus propios caprichos que el de las personas sin recursos que están sometidas a los designios y decisiones de poderes superiores. En la salvación de unos y en la perdición de otros, late un mensaje bastante nítido y contundente que podría, por ejemplo, emparentar muy bien con el realismo crítico de signo lukacsiano de Luchino Visconti.
Werewolf. Perros de presa fue la primera de las películas polacas que vimos en esta jornada. Dirigida por Adrian Panek, se trata de una historia de extraordinaria dureza en la que unos niños y adolescentes son rescatados de un campo de concentración nazi al final de la II Guerra Mundial y son dejados a su suerte para que puedan encontrar sus propios medios de supervivencia. El film encierra muchas virtudes, entre ellas las de evitar el maniqueísmo en la caracterización de los niños liberados y hacer un retrato sin edulcorantes ni paliativos de esa tierra de nadie en la que la guerra parece haber terminado pero a la que la paz no ha llegado aún, un paréntesis en el que no existe ni orden ni justicia y en la que un montón de gente desesperada y sin perspectivas de cuál va a ser el futuro lucha por salir adelante y no morir víctima del hambre o de los desertores. El argumento de la película avanza hacia el momento en el que unos perros salvajes rodean la casa en la que los niños están resguardados y amenazan con devorarlos. Ello lleva a un largo clímax en el que los niños tendrán que pensar mil artimañas para poder escapar del peligro que les acecha. Aunque la película peca de un ritmo algo entrecortado en varios tramos del mentraje, el sorprendente giro final encierra una conmovedora moraleja que nos hace pensar que siempre es posible encontrar caminos alternativos a la violencia para construir un nuevo porvenir y un nuevo mundo.
La segunda película polaca que vimos en la jornada fue Sword of God, dirigida por Bartosz Konopka. En un indefinido momento de la Edad Media, un caballero, con rango de arzobispo, es el único superviviente de una expedición enviada a una isla con el fin de cristianizar a la población pagana que vive en ella. Una vez allí, se encontrará con un extraño compatriota que, a la vez que le ayuda a sobrevivir, se acaba convirtiendo en un obstáculo en su empeño de convertirse en el líder espiritual del lugar. Sword of God encierra un duro discurso contra los fanatismos morales y contra la utilización de la religión por parte de la política y, aunque en algunos momentos peca de cierto exceso o desmesura, no se le puede negar que tiene una estética impactante y poderosa que se convierte en un medio para que el espectador se vea atrapado en un ambiente de pesadilla en el que se va palpando, poco a poco, cómo el desenlace va a estar exento de cualquier tipo de idealismo o visión optimista sobre el poder de la religión organizada para ayudar a la libertad del ser humano.
El fantastique, siempre dispuesto a asomar su mirada a las estructuras del espanto...
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