(Este artículo fue publicado originalmente en la revista digital "Cine Contexto" el 10 de octubre de 2018)
TÍTULO: El reino. TÍTULO ORIGINAL: El reino. AÑO: 2018. NACIONALIDAD: España.
DIRECCIÓN: Rodrigo Sorogoyen. GUION: Isabel
Peña y Rodrigo Sorogoyen. MÚSICA ORIGINAL: Olivier Arson. DIRECCIÓN DE FOTOGRAFÍA:
Alejandro de Pablo. MONTAJE: Alberto del Campo. INTÉRPRETES
PRINCIPALES: Antonio de la Torre, Mónica López, José María Pou, Bárbara Lennie,
Nacho Fresneda, Ana Wagener, Luis Zahera, Francisco Reyes, María de Nati, David
Lorente, Paco Revilla, Sonia Almarcha, Andrés Lima, Mona Martínez. DURACIÓN: 122 minutos.
PÁGINA WEB OFICIAL: https://cine.atresmedia.com/peliculas/el-reino/.
Hay un momento en El reino en el que la cámara enfoca a
Antonio de la Torre, justo cuando este acaba de ser consciente que su presunto
mentor, José María Pou, ha dejado de protegerlo, en el que se le ve en un
estrecho pasillo que, más bien, parece un túnel que lo vaya a aprisionar. Y
conforme la película avanza, el espectador va teniendo esa misma sensación: que
recorre un pasadizo crecientemente oscuro del que no se sabe muy bien si tiene
salida o no. Y la gran virtud de la última película de Rodrigo Sorogoyen no es
solo que sepa llevar con buen pulso el ritmo de la historia sino que sabe darle
el acompañamiento visual preciso para que, antes de que sea nuestro cerebro el
que constate lo que está sucediendo, sean nuestros ojos los que nos pongan
sobre aviso de que nos vamos adentrando en las tinieblas. Y es que, si la
primera secuencia está rodada con una luz brillante y resplandeciente, las
peripecias del político corrupto interpretado por el actor malagueño parecen
estar enhebradas con el propósito de llegar a esa carretera oscura donde tiene
lugar el clímax del film en la que todos los automóviles apagan sus luces y en
la que todo se dirime en un habitáculo pequeño y claustrofóbico.
Aunque no solo podríamos traer a colación la metáfora del túnel para sintetizar el desarrollo de El reino porque también cabría hablar de los círculos del infierno de Dante. Cada fase de la película vendría ser la exploración de cada uno de los círculos concéntricos sobre los que se cimenta la supervivencia del poder y, conforme vamos ahondando en ellos, la sensación de asfixia se intensifica hasta hacer el ambiente irrespirable. En cada uno de estos círculos, el tratamiento visual y expresivo se va modificando. Y si, en la primera secuencia, el tono es próximo al de una película de Marco Ferreri (o, quizás, al del arranque de ¡Agáchate, maldito! – 1971 – de Sergio Leone), después adquiere el de un film de Sorrentino (la secuencia en el yate, la aparición del personaje de Luis Zahera, la escena en el periódico), para acabar sumergidos en una especie de thriller oscuro y pantanoso de finales de los 60 y principios de los 70 (como A quemarropa – 1967 – de John Boorman o Klute – 1971 – o El último testigo de Alan J. Pakula – 1974 –) tamizado por la puesta al día que supuso Michael Clayton (2007) de Tony Gilroy. Todo ello, unificado por un tratamiento del montaje y de la banda sonora (esa música electrónica sobre la que parece construirse todo el ritmo de la historia) que tienden a recordar los de Martin Scorsese en Uno de los nuestros – 1990 – o en Casino – 1995 – (y, si no, ahí tenemos el plano-secuencia casi interminable en la casa de Andorra para mostrar la influencia del maestro neoyorquino en esta película).
Hay en la estructura del guion de
El reino un elemento que resulta
clave para comprender el espíritu de la historia: la trama parece que no
empieza y, sobre todo, que no acaba. Es decir, nos da la sensación de que la
película empieza habiéndonos perdido su comienzo y termina con la de que
todavía habría más en lo que ahondar. Del mismo modo que vamos dividiendo
partículas subatómicas sin acabar de llegar a la última y definitiva,
percibimos que el personaje se ha quedado en el umbral del descubrimiento
trascendental, de la viga maestra que explica todo el engranaje que, de manera
superficial, ha aparecido ante nosotros.
Y es que, como ocurría en el thriller político de los 70 (El último testigo es un buen ejemplo),
la revelación final no está accesible, se oculta tras la estruendosa apariencia
que se nos muestra pero cuyo ruido sirve para desviar nuestra atención de lo
que ocurre entre bambalinas (ahí está el detalle de la voz que le habla a
Bárbara Lennie a través del pinganillo en la última secuencia para
corroborarlo). Aunque el aluvión diario de noticias parecería indicar que está
saliendo a la luz todo el juego sucio del poder, en realidad el poder estaría
en otro lado, permaneciendo incólume e inalterable dejando que todo cambie para
que nada cambie. Aunque parezca que estamos avanzando, el centro de la madeja
sigue estando perfectamente protegido. (Por una vez, y sin que sirva de
precedente, me voy a citar, porque la conclusión a la que llega El reino ya tuve ocasión de palparla
mientras escribía mis cuatro novelas de género negro dedicadas a la crisis
económica y la corrupción – 1,
2,
3 y 4 –:
aunque, al principio, mi intención fue escribir una sola novela sobre el tema,
fui descubriendo conexiones en las que no había acabado de profundizar, de forma
que, lo que iba a ser un título solitario, se acabó convirtiendo en una
tetralogía – y pienso que todavía hay aspectos pendientes de tratar –).
En resumen, El reino, por la fuerza de su historia y el tratamiento
cinematográfico de la misma, es una de las grandes películas de este 2018. Y su
principal virtud probablemente sea que, pudiendo dejar que sea su poderoso
argumento el que lleve el peso exclusivo del film (al calor protector ofrecido
por estar pegado a la actualidad que suministran las noticias diarias), se ha
planteado con audacia y brillantez qué planteamiento visual elaborar y plasmar para
esta antiodisea de un personaje que huye para llegar a ninguna parte.
TRÁILER DE LA PELÍCULA:
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