(Este artículo fue publicado originalmente en la revista digital Cine Contexto el 17 de octubre de 2018.)
Tal día como hoy, 17 de octubre,
en 1918, es decir, hace justo cien años, nacía en Nueva York Margarita Carmen
Cansino, que ha pasado a la posteridad por su nombre artístico, Rita Hayworth,
una de las grandes estrellas del Hollywood clásico, una de las grandes representantes
de la época en la que a las actrices y a los actores que aparecían en la gran
pantalla se les rodeaba de una aureola de mitología y glamour. Pero, de forma no muy distinta a lo que sucede hoy en día
a quienes lucen en las redes sociales perfiles de felicidad y esplendor muy
alejados probablemente de lo que es su vida real, toda la publicidad y todo el marketing que servían para crear una
imagen de lujo y fascinación provocaban que la distancia entre el personaje
público y el personaje auténtico fuera un abismo en el que cualquier ser humano
podía sentirse hundido o derrotado.
Posiblemente, algo de ello le pudo suceder a… ¿qué decimos?¿Rita o Margarita?¿Hasta qué punto Rita como personaje absorbió a Margarita como persona?¿Hasta qué punto le fue difícil hacer convivir sus propias historias, difíciles de asimilar y superar, con todas las leyendas que empezaron a envolverla como actriz hasta el punto de que, a día de hoy, es difícil deslindar, como sucede en otros muchos casos similares al suyo, lo que es la persona auténtica de lo que es el imaginario con el que rodeamos a los personajes que interpretó?
Rita/Margarita, Margarita/Rita,
fue hija del bailarín español Eduardo Cansino Reina, nacido en la localidad
sevillana de Castilleja de la Cuesta en 1895, que emigró a Estados Unidos y
acabó casándose con la también bailarina Volga Hayworth, cuyo apellido de
soltera acabó formando parte del nombre artístico de su futura hija. Como
curiosidades, hay que mencionar que Eduardo Cansino tenía orígenes sefardíes y
que era pariente del escritor Rafael Cansinos Asséns, representante de la
Generación del 14 y uno de los grandes autores del primer tercio del siglo XX,
quien nos dejó un puñado de excelentes e importantes traducciones, realizadas
sobre todo a partir de la Guerra Civil (debido a que abandonó la publicación de
su tarea creadora por su desafección con el régimen franquista).
Rita/Margarita, Margarita/Rita sufrió
los abusos sexuales cometidos por su padre, que la convirtió en pareja
artística haciéndola pasar por su mujer. Para apreciar cuál era la mentalidad
de esos años (menos lejanos de lo que pueda parecer), basta decir que no solo Eduardo
Cansino no sufrió ningún tipo de consecuencia por su conducta, sino que incluso
llegó a participar en algunas de las películas protagonizadas por su hija como Los amores de Carmen (1948) de Charles
Vidor o Salomé (1953) de William
Dieterle.
La entrada de Rita/Margarita,
Margarita/Rita en Hollywood fue gracias a su condición de bailarina pero,
curiosamente, las dos películas que fueron los hitos principales de su
estrellato en su etapa inicial como actriz no eran musicales. En Sólo los ángeles tienen alas (1939) de
Howard Hawks, participó con un papel secundario pero que le sirvió para atraer
la atención del público y que le ayudó a empezar a asumir papeles
protagonistas. En Sangre y arena (1941)
de Rouben Mamoulian, adaptación de la novela de Vicente Blasco Ibáñez,
interpretó al personaje femenino principal, Doña Sol, y, con él, se empezó a cimentar
la mitología erótica que marcaría toda su carrera. Después de esa importante
película, realizó varios films musicales, haciendo de pareja de baile de Fred
Astaire en Desde aquel beso (1941) de
Sidney Lanfield y en Bailando nace el
amor (1942) de William A. Seiter y de Gene Kelly en Las modelos (1944) de Charles Vidor.
En 1946, fue la protagonista (mucho más que la protagonista, si atendemos a la magnitud del fenómeno) de la película que marcó toda su carrera: Gilda (1946) de Charles Vidor. Gilda fue el personaje que acabó devorando a la actriz, a la persona, y del que, en gran medida, no pudo escapar. O, mejor dicho, no la dejaron escapar. El imaginario colectivo en torno al personaje hizo que llamaran Gilda y pusieran una foto de la actriz a una de las bombas nucleares que el ejército de Estados Unidos arrojó en el atolón de Bikini. Era como sellar a fuego que Rita/Margarita, Margarita/Rita, no se pudiera despegar nunca de una historia sórdida, que, a duras penas, podemos explicar cómo llegó a estrenarse en España (probablemente, porque los diálogos traducidos suavizaron buena parte de la carga sexual de los originales en inglés) pero que resulta casi imposible adivinar cómo pudo saltarse las estrictas normas del código Hays.
En 1946, fue la protagonista (mucho más que la protagonista, si atendemos a la magnitud del fenómeno) de la película que marcó toda su carrera: Gilda (1946) de Charles Vidor. Gilda fue el personaje que acabó devorando a la actriz, a la persona, y del que, en gran medida, no pudo escapar. O, mejor dicho, no la dejaron escapar. El imaginario colectivo en torno al personaje hizo que llamaran Gilda y pusieran una foto de la actriz a una de las bombas nucleares que el ejército de Estados Unidos arrojó en el atolón de Bikini. Era como sellar a fuego que Rita/Margarita, Margarita/Rita, no se pudiera despegar nunca de una historia sórdida, que, a duras penas, podemos explicar cómo llegó a estrenarse en España (probablemente, porque los diálogos traducidos suavizaron buena parte de la carga sexual de los originales en inglés) pero que resulta casi imposible adivinar cómo pudo saltarse las estrictas normas del código Hays.
No pasó ni un año antes de que Orson Welles (con quien se casó en el segundo de sus cinco matrimonios) intentara deconstruirlo en La dama de Shangai (1947), desintegrarlo en la famosa secuencia de los espejos, convirtiendo la imagen en un montón de fragmentos destrozados que sirvieran para que, como ave fénix, Rita/Margarita, Margarita/Rita, resurgiera renovada y libre de las cadenas del pasado. En realidad, la película de Welles solo sirvió para añadir una nueva leyenda a un mito que se resistía a desaparecer, demasiada historia ya, demasiados relatos precarios para hacerlos recaer sobre las espaldas de cualquier persona expuesta permanentemente a la luz de la opinión pública.
Sus siguientes títulos, como La dama de Trinidad (1952) de Vincent Sherman o La bella del Pacífico (1953) de Curtis Bernhardt no pudieron dejar de ser ecos de ese personaje icónico con el que la actriz mantenía, posiblemente, una relación de amor/odio que se resume en una frase suya a la prensa durante su crisis matrimonial con Orson Welles: “Todos los hombres que conozco se acuestan con Gilda pero se levantan conmigo”.
Es una pena que el peso de sus
títulos más conocidos haya dejado en un segundo plano trabajos de madurez más
que apreciables en Pal Joey (1957) de
George Sidney, Mesas separadas (1958)
de Delbert Mann, Llegaron a Cordura (1959)
de Robert Rossen o El fabuloso mundo del
circo (1964) de Henry Hathaway. Al final de su vida, Rita/Margarita,
Margarita/Rita, fue devastada por el Alzheimer. Quizás, la única manera de
borrar para ella misma tantas historias, tantos mitos, tantas leyendas, fue ir
evaporando sus recuerdos como medio para encontrar la paz, para lograr hacer
desaparecer de cara a sí misma tantos perfiles alejados de lo que realmente era
ella. A pesar de todo, siempre nos quedará su carisma como actriz y la fuerza
que sabía insuflar a todas sus interpretaciones. Cien años después de su
nacimiento, Rita Hayworth (aunque no sabemos qué diría Margarita de ello) sigue
siendo uno de los nombres fundamentales de la historia del séptimo arte.
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