(Este artículo fue publicado originalmente en la revista digital Cine Contexto el 25 de octubre de 2018.)
El cine de Corea del Sur es uno de los que ha irrumpido con más fuerza en el panorama internacional del séptimo arte durante las dos últimas décadas, dándonos a conocer directores más que interesantes y, además, con enfoques absolutamente diversos. Tenemos directores que apuestan por un cine de género dirigido al gran público como Bong Joon-ho (Crónica de un asesino en serie -2003-, The Host -2006-, Mother -2009-, Rompenieves -2013-), Choi Dong-hoon (Woochi, cazador de demonios -2009-, El Gran Golpe -2012-, Asesinos -2015-), Kim Jee-woon (Dos hermanas -2003-, A bittersweet life -2005-, El imperio de las sombras -2016-) o Yeon Sang-ho (Train to Busan -2016-, Seoul Station -2016-). Y, también, tenemos directores enfocados claramente hacia el cine de autor (y que son los que han dado a Corea del Sur el prestigio cinematográfico internacional que ha adquirido) como Im Kwon-taek (Ebrio de mujeres y pintura -2002-), Park Chan-wook (con los tres títulos que conforman su impactante “Trilogía de la Venganza”, Simpathy for Mr. Vengeance -2002-, Old Boy -2003- y Simpathy for Lady Vengeance -2005-, Soy un ciborg -2006-, Stoker -2013- y La doncella -2016-), Kim Ki-duk (La isla -2000-, Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera -2003-, Samaritan girl -2004-, Hierro 3 -2004-, León de Plata a la Mejor Dirección en Venecia 2004, El arco -2005-, Time -2006-, Aliento -2007-, Amén -2011-, Pietà -2012-, León de Oro a la Mejor Película en Venecia 2012), Im Sang-soo (La mujer del buen abogado -2003-, La criada -2010-), Hong Sang-soo (Mujer en la playa -2006-, En otro país -2012-, Ahora sí, antes no -2015-), Lee Sang-woo (Mi madre es una puta -2009-, Mi padre es un perro -2010-, Fire in hell -2012-, Querido dictador -2014-. Dirty romance -2015-), Lee Su-jin (Princesa -2014-) y July Jung (Un monstruo en mi puerta -2014-).
Dentro de esta segunda tendencia,
hay que mencionar a un director que ha adquirido especial relieve en los
últimos años, Lee Chang-dong (Oasis -2002-, Secret Sunshine -2007-, Poesía
-2010-), que, en el Festival de Cannes de este año 2018, ganó el Premio de
la Crítica por su film Burning, el
cual se ha estrenado en nuestro país el pasado 19 de octubre.
TÍTULO: Burning. TÍTULO ORIGINAL: Beoning. AÑO: 2018. NACIONALIDAD: Corea del Sur. DIRECCIÓN: Lee Chang-dong. GUION: Oh Jungmi y Lee Chang-dong, adaptando un relato corto de Haruki Murakami. MÚSICA ORIGINAL: Mowg. DIRECCIÓN DE FOTOGRAFÍA: Hong Kyung-pyo. MONTAJE: Kim Da-won y Kim Hyun. INTÉRPRETES PRINCIPALES: Yoo Ah-in, Steven Yeun, Jeon Jong-seo, Kim Soo-Kyung, Choi Seung-ho, Mun Seong-kun. DURACIÓN: 148 minutos. PÁGINA WEB OFICIAL: https://www.burning-movie.com/.
CALIFICACIÓN:
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Cuando entramos en contacto con un
cine que desconocíamos, nuevas miradas, nuevas opciones expresivas, nuevos
temas y/o nuevos puntos de vista pasan a formar parte de nuestro imaginario
cinéfilo. Es lo que sucedió al final de la II Guerra Mundial con la aparición
del neorrealismo italiano a partir de Roma,
ciudad abierta (1945) o la del cine japonés a partir del triunfo de Rashomon (1950) de Akira Kurosawa en el
Festival de Venecia. Cuando hemos conocido el cine coreano, ha sucedido algo
similar. Además de aportar historias diferentes y de llevar la realidad coreana
a las pantallas, hemos visto otros modos y maneras de tratar temáticas que, en
el fondo, son universales. Burning es
una película que, por su desarrollo, puede parecer alejada de la mirada
occidental pero que, cuando finaliza, si hubiera que encontrarle un paralelismo
con un título clásico y muy conocido sería, sin duda, Blow-Up (1966) de Michelangelo Antonioni (si quieren confirmar si
ese paralelismo es real, una vez que hayan visto esta película, piensen en la
pelota de tenis inexistente al final de la película de los 60 y en lo que Jeon
Jong-seo, la chica protagonista, cuenta sobre una naranja invisible al comienzo
de Burning). En ambos casos, late una
profunda desconfianza sobre nuestra capacidad no solo para llegar a comprender
la realidad sino de saber cuál es la realidad misma. Como sucede con la imagen
ambigua y confusa de las sucesivas ampliaciones de la foto clave que realiza el
fotógrafo protagonista de la película del director italiano, el protagonista de
Burning se esfuerza por aclarar un
suceso que se revelará opaco y escurridizo (y no podemos concretar más si no
queremos caer en spoilers traicioneros).
Y, del mismo modo que en Blow Up, las
circunstancias familiares y sociales del inexperto e improvisado detective
hacen bifurcar en múltiples direcciones la reflexión sobre cómo nos implica a
nosotros, los espectadores, el relato que estamos contemplando.
Y es ahí donde, posiblemente, las
películas de Antonioni y Lee Chang-dong empiecen a diferenciarse. Porque, en el
caso de Blow Up, siempre va a haber
una barrera, un distanciamiento entre el espectador y el personaje interpretado
por David Hemmings: este es un fotógrafo de éxito, poco sensible y empático,
que, de repente, se ve sacudido por un acontecimiento cuyos perfiles van
mutando en pocas horas hasta dejarlo sumido en el desconcierto. Podemos decir
que, hasta cierto punto, hay una actitud irónica en relación a alguien que se
creía en una especie de cumbre del Olimpo y que, de repente, duda sobre su
condición y estatus. En el caso de Burning,
la estrategia narrativa es, más bien, la contraria. El espectador va a tender a
identificarse con el protagonista, con sus problemas sentimentales, sus
circunstancias familiares y el complicado devenir en que se ve envuelto. De
modo que Burning y su abrupto
desenlace tienden a ser una apelación más directa y más visceral que la performance final de los mimos en Blow Up.
Influye también en los distintos
tonos de cada película los lugares en los que las mismas transcurren. Si en el swinging London de Blow Up, el acontecimiento en el parque venía a ser una brecha
inesperada en un mundo aparentemente feliz y burbujeante, el contexto en el que
se desarrolla Burning es
completamente distinto: la casa donde vive (y trabaja) el protagonista está
cerca de la frontera con Corea del Norte, en la televisión se puede ver un
discurso de Donald Trump y las críticas nada veladas hacia las fuertes
desigualdades sociales en Corea del Sur (de hecho, el clasismo encubierto pero
patente es una de las dimensiones de la película en la que podríamos
profundizar) dibujan un mundo apartado de cualquier atisbo de calma o armonía.
Lee Chang-dong va haciendo
desplegar su película con parsimonia y calma, sumergiendo poco a poco al
espectador en una historia que, al principio, parece ligera pero que va ganando
espesor hasta llegar a abrumarnos con las grandes preguntas para las que no
tenemos aún respuesta. Sobre todo, aquella que consiste en plantearnos si somos
capaces o no de descubrir qué es la verdad. Y, a partir de ella, la que sería
mucho más problemática: la de cómo proceder cuándo solo tenemos una verdad
parcial a la que recurrir y a la que aferrarnos. Y, con esto, llegamos a las
fronteras de conceptos como la “lógica borrosa” o el “pensamiento débil”, los
límites mismos a los que la filosofía ha llegado en los tiempos de las fake news, de la multiplicación de
medios por los que los mensajes se divulgan y de unas redes sociales con
opiniones que se vierten a un ritmo endiablado y atronador. Ante toda esa
confusión, cualquiera puede sentirse desnudo ante un desconcierto que lo
domina, del mismo modo que se encuentra el protagonista de Burning en su desenlace.
TRÁILER DE LA
PELÍCULA:
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