Este post fue publicado, originalmente, el 8-5-2015, en la web civiNova - La ciudad de la cultura.
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Con esta entrada, tengo el placer
de iniciar en civiNova – La ciudad de la
cultura una nueva sección dedicada al cine. Su nombre, Territorios solitarios, ya avisa de que nos alejaremos de las
carreteras transitadas y viajaremos por rutas extrañas y poco populares. Puede
ser que hablemos de títulos conocidos pero los veremos desde una perspectiva
insólita o inusual.
He estado dándole muchas vueltas
sobre qué tema tratar en esta primera entrada y las noticias de los últimos
días me han ayudado a elegirlo. Por un lado, el pasado 6 de mayo supimos que
Francis Ford Coppola había recibido el Premio Princesa de Asturias de las Artes.
Por otro, en este 2015 se celebran los 100 años del nacimiento de Orson Welles.
Dentro de las diferencias que existen entre ambos cineastas, creo que ambos
tienen rasgos comunes que pueden servir para explicar cuál va a ser el espíritu
de este blog.
Orson Welles realizó Ciudadano Kane (1941), su gran clásico,
con sólo 24 años. Francis Ford Coppola, con 40 años, ya había realizado El Padrino (1972), La conversación (1974), El
Padrino. Parte II (1974) y Apocalypse
Now (1979). Convencionalmente, se suele decir que la trayectoria posterior
de ambos realizadores está por debajo de esos títulos. Y, posiblemente, sea
cierto. Pero hay dos aspectos (íntimamente relacionados) en los que no se suele
acertar sobre ambos maestros. El primero, que sus cumbres artísticas, además de
sus brillantes aportaciones personales, son puntos de encuentro de múltiples
líneas anteriores, de numerosas innovaciones que sólo en los títulos
mencionados adquirieron pleno sentido.
Es imposible comprender Ciudadano Kane sin las películas
dirigidas por William Wyler en el período 1937-1940 con el concurso de Gregg
Toland - Calle sin salida (1937), Cumbres borrascosas (1939) o El forastero (1940) -, Ernest Haller – Jezabel (1938) – o Tony Gaudio – La carta (1940) – como directores de
fotografía o las películas de John Ford de su etapa que podríamos denominar
expresionista – La patrulla perdida (1934),
El delator (1935), La diligencia (1939)-.
A su vez, el cuarteto magistral
de Coppola supone la asimilación plenamente madura de muchas de las influencias
del cine europeo de posguerra dejando a un lado un mero efecto mimético o
comercial, de forma que encontramos ecos de Iván
el Terrible (1945) y de La conjura de
los boyardos (1958) de Sergei M. Eisenstein, de Rocco y sus hermanos (1960) y El
gatopardo (1963) de Luchino Visconti, de Salvatore Giuliano (1962) de Francesco Rosi, de Blow-Up (1955) de Michelangelo Antonioni
y de los grandes dramas psicológicos de Ingmar Bergman y de las innovaciones
introducidas por la nouvelle vague
francesa. Asimismo, no hay que olvidar la influencia del propio Welles (recordemos
que el primer proyecto que este quiso abordar fue la adaptación de El corazón de las tinieblas de Joseph
Conrad y que Apocalypse Now es una
adaptación encubierta de dicho relato) y de Elia Kazan (especialmente, de América, América – 1963 - ).
Por ello, las obras magnas de
ambos directores suponen no sólo el final de varios caminos sino,
probablemente, el punto más elevado y glorioso que esos caminos nunca llegaron
a imaginar. Una vez que se alcanzaron esas cumbres, Welles y Coppola, en vez de
amanerarse y repetir una y otra vez la misma película, decidieron abordar
nuevos caminos, ensayar nuevas experiencias cinematográficas y discurrir por
sendas desconocidas e inciertas. Es por este motivo que toda la obra posterior
de ambos directores es irregular y contradictoria. Porque los resultados de
toda nueva ruta pueden llevar a un paisaje maravilloso o a un rincón inhóspito.
Sin embargo, decidieron asumir el riesgo.
Hoy, ver Mr. Arkadin (1955), Sed de
mal (1958), El proceso (1962), Campanadas a medianoche (1965), Una historia inmortal (1968) o Fraude (1973) de Welles es encontrar el
origen de muchas tendencias cinematográficas que se desarrollaron en años
posteriores. Revisar Corazonada (1981),
Rebeldes (1983), La ley de la calle (1983), Cotton
Club (1984), Tucker, un hombre y su
sueño (1988), Drácula (1992), El hombre sin edad (2007), Tetro (2009) o Twixt (2011) de Coppola es detectar hallazgos que se están
desarrollando ahora o que aún están pendientes de desarrollar.
Pudiendo vivir de su grandeza, estos
dos directores prefirieron dirigirse a territorios solitarios, con la
convicción de que su talento no debía estar al servicio de alimentar su propia
vanidad sino de la búsqueda de nuevas fronteras para el séptimo arte. Las
críticas negativas hacia sus respectivas segundas etapas no son más que la
confirmación de que la soledad siempre está asociada a la incomprensión hacia
el esfuerzo estético. Casi ningún crítico ha entendido que la irregularidad
achacada no es más que la consecuencia inevitable de la vocación asumida. La
soledad de estos dos genios es paralela a la soledad de otros muchos directores
que, adelantándose a su tiempo o dando la espalda al mismo, optaron por seguir
su propia intuición antes que los dictados de su época. De todos ellos, hablaremos
en las entradas posteriores de esta sección con el ánimo de que descubran que,
aparte de los llamados clásicos, hay otros títulos que también nos pueden proporcionar
placeres inesperados y sugerentes.
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