Afirmaba Syd Field en su clásica
obra El libro del guión que, de cara
a vender el libreto escrito por el guionista, era preferible que las películas
desembocaran en un final feliz. Sin embargo, en muchas ocasiones, los
desenlaces se mueven en el terreno de la ambigüedad: es difícil determinar si
el final de la historia es positivo o negativo. Como en la vida misma, puede
moverse en un terreno de tonalidad gris. Sin embargo, hay una excepción obvia:
cuando la película termina con el suicidio del protagonista, no cabe hacer
matices sobre si hay algún aspecto reconfortante en la historia que hemos
contemplado. Observemos que hablamos del suicidio y no meramente de la muerte.
Hay ejemplos en que la muerte puede ser un acto de heroísmo o generosidad. Pero
el suicidio es algo diferente. Este retraimiento de la vida sobre sí misma, su
renuncia a ser lo que es, suele despertar en todos nosotros un malestar y un
rechazo intuitivo que provoca que no acabemos teniendo buen recuerdo de la
película que acabamos de ver. Por ello, este no es un tema que el cine haya
tratado con excesiva profusión. Más bien, habría que decir que lo ha eludido
consciente y deliberadamente.
Hay muchos títulos donde un
suicidio (o un intento frustrado) tienen presencia en la trama: por supuesto,
en todas las versiones de Ana Karenina (las
mejores serían la de 1935, de Clarence Brown – con Greta Garbo-, la de 1948 de
Julien Duvivier, la de 1997 de Bernard Rose y la de 2012 de Joe Wright) o de Madame Bovary (a destacar la de 1933 de
Jean Renoir, la de 1949 de Vincente Minnelli y la de 1991 de Claude Chabrol) pero también en Umberto D (1952) de Vittorio de Sica, El apartamento (1960) de Billy Wilder, Esplendor en la hierba (1961) de Elia Kazan, Dos semanas en otra ciudad (1962) de Vincente Minnelli, Lilith (1964) de Robert Rossen, El compromiso (1969) de Elia Kazan, El último tango en París (1972) de
Bernardo Bertolucci, Gente corriente (1980)
de Robert Redford, La decisión de Sophie (1982)
de Alan J. Pakula, Wetherby (1985) de
David Hare, La chaqueta metálica (1987)
de Stanley Kubrick, Jude (1996) de
Michael Winterbottom, Las vírgenes
suicidas (1999) de Sofia Coppola, Contra
la pared (2004) de Fatih Akin, Caché (2005)
de Michael Haneke, La caja Kovak (2006)
de Daniel Monzón o Agosto (2013) de
John Wells.
Sin embargo, si queremos hablar
de películas que hablan de frente del tema del suicidio, lo convierten en
elemento esencial de la trama y lo tratan sin dulcificarlo de ningún modo son
las cuatro que vamos a comentar a continuación.
(Evidentemente, vamos a
hacer spoilers de las películas que
vamos a citar a continuación, circunstancia de la que aviso por si quieren
seguir leyendo o no.)
Desde el punto de vista
cronológico, la primera de ellas es Alemania,
año cero (1948) de Roberto Rossellini. Esta película es un retrato de la
Alemania inmediatamente posterior al final de la II Guerra Mundial y la caída
del nazismo, un entorno donde conviven la miseria física, consecuencia de la
guerra, y la degradación moral, reflejo de la infamia generada por el régimen
hitleriano. El dramatismo del argumento queda trágicamente reforzado al ser el
niño protagonista quien, al final, opta por el suicidio como salida a un drama
que lo desborda. Funcionando aquí esa opción como metáfora de una Alemania que
ha aniquilado las esperanzas y sueños de su juventud, lo relevante en este caso
es la denuncia que se hace del contexto. Es ese contexto el que conduce al
protagonista a su espeluznante desenlace y, en este sentido, Alemania, año cero, como la mayoría de
los títulos del neorrealismo italiano, es una película combativa que invita al
espectador a que luche contra unas circunstancias injustas e inmorales. Dentro
de la tragedia, la moraleja, vamos a decir, positiva del film sería que, si
logramos cambiar esas circunstancias, no tendremos que asistir a hechos como
los que se nos narra con crudeza y amargura. Asistimos a un momento terrible
pero es un llamamiento a la acción.
Las horas (2002) de Stephen Daldry también es una película
combativa. Utilizando como molde la vida de Virginia Woolf y su novela La señora Dalloway (1925), la trama se
desarrolla en tres momentos temporales (conectados a través de la obra citada) y,
en todos ellos, hay un personaje que se plantea acabar con su vida. Aquí, será
la condición sexual de esos personajes, la sensación de marginación que les
provoca y, sobre todo, la infelicidad que les provoca no vivir de modo acorde
con sus sentimientos lo que les empujará a pensar en tomar una terrible
decisión. Observemos que también aquí es el contexto el que, realmente, blande
el arma y efectúa el disparo metafórico que acaba abruptamente con una vida. Es
esa tendencia a estigmatizar al diferente, al que no es como la mayoría, la
causa del problema y, por tanto, Las
horas es una invitación, como era Alemania,
año cero, aunque en un sentido distinto, de respetar la libertad y las
opciones vitales de quienes quieren seguir su propio camino sin estorbar el
camino de los demás. Como la película de Rossellini, es una denuncia contra los
mecanismos sociales que impiden la autorrealización y plenitud de los
individuos.
Pero, sin duda alguna, las
películas más amargas y pesimistas son Fuego
fatuo (1963) de Louis Malle y Oslo,
31 de agosto (2011) de Joachim Trier.
Ambas películas están íntimamente
relacionadas porque son sendas adaptaciones de la misma novela: El fuego fatuo (1931) de Pierre Drieu La
Rochelle. Este polémico escritor francés colaboró con los alemanes en la época
del régimen de Vichy y esta circunstancia, su desencanto con el nazismo y la
derrota final de este se relacionan con su propio suicidio en 1945 (el cual
ejecutó con éxito después de dos intentos fallidos).
En la película de Malle, el
protagonista (interpretado por un magnífico Maurice Ronet) está inmerso en un
proceso de cura de su alcoholismo. Pero dicho problema no es más que el eco de
un problema mucho mayor para él: su falta de inspiración como escritor y su
incapacidad para seguir creando algo valioso. Es decir, si en Alemania, año cero o Las horas el suicidio es la consecuencia
de una estructura social, aquí lo vemos desde una óptica estrictamente
personal. Mientras Maurice Ronet se va despidiendo (sin que parezca una
despedida) de sus amigos y conocidos, vamos viendo cuál es la diferencia
esencial entre el protagonista y el resto de personajes: estos aceptan unas
circunstancias vitales que no son las que soñaban cuando eran jóvenes y
demuestran tener tolerancia a la frustración mientras que el protagonista no es
capaz de engañarse a sí mismo dando por bueno un mundo que no era el que había
previsto. Hasta cierto punto, el suicidio es un acto de afirmación individual
que pretende expresar su rechazo hacia el entorno donde le ha tocado vivir.
Sin embargo, Oslo, 31 de agosto hace una lectura mucho más ácida de la historia.
Siguiendo en su trama un esquema parecido al de la película de Malle, en esta
película noruega el alcoholismo del protagonista original es sustituido por un
problema de drogadicción. Frente a la falta de inspiración del personaje
interpretado por Maurice Ronet, en Oslo,
31 de agosto el protagonista sufre de una falta de deseo o de cualquier
tipo de apetencia. Se podría afirmar que eran las drogas las que daban sentido
a su vida y, cuando ya no puede disponer de ellas, no encuentra ningún tipo de
aspiración que colme su espíritu. Oslo,
31 de agosto plantea de modo radical la naturaleza esencial del suicidio:
la pérdida del ansia de vivir, la ausencia absoluta de expectativas y la
pérdida del impulso inconsciente que empuja a cualquier ser humano a seguir
adelante. La secuencia final de esta película resume, con desconcertante
gelidez (de un modo que recuerda el desenlace de La metamorfosis de Kafka), el sentimiento que embarga al suicida en
su último momento: él se va mientras el mundo sigue rodando indiferente ante el
destino de alguien que ya no pertenece a él, de alguien que sobra en unas
estructuras en las que no tiene cabida, de alguien que sólo puede esperar la
soledad y la marginación. El mostrar ese abismo al que sólo se asoman las almas
rotas no suele ser un plato emocional de buen gusto y, por ello, el cine lo
elude sabiendo que el gran público daría la espalda a historias tan
angustiosas. Por ello, no está de más recordar estos títulos porque afrontan
con valentía un tema que muy pocos tienen el coraje de abordar.
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