La cultura estadounidense, desde el mismo siglo XIX, siempre ha mostrado una inquietud (obsesión a veces) por definir, por un lado, la identidad del país y bucear en sus raíces, por otro, de explorar los miedos individuales ante el fracaso y la frustración y, finalmente, por hallar el origen de la violencia permanente que parece ser seña de identidad del país. Hay una novela, Leviatán (1992) de Paul Auster, que es clara expresión de esta triple tendencia y ofrece, además, una explicación muy sugestiva del proceso histórico que ha vivido Norteamérica, de modo que el novelista sitúa el origen de los hechos más tétricos y lamentables que allí han sucedido en una pronta traición de su espíritu fundacional, basado en una promesa firme e irrevocable de libertad y prosperidad. Auster menciona a una obra tan emblemática como Walden (1854) de Henry David Thoreau como descripción y retrato de ese ideal, ideal en el que un sereno equilibrio entre lo individual y lo colectivo y una coexistencia pacífica con la naturaleza constituían las claves y piezas fundamentales, proponiendo dicho ensayo como guía para restaurar el camino del que Estados Unidos se había extraviado. Siendo relevante la novela que hemos comentado no es menos verdad que podemos citar otras (entre muchas) como La letra escarlata (1850) de Nathaniel Hawthorne, El rojo emblema del valor (1895) de Stephen Crane, Una tragedia americana (1926) de Theodore Dreiser, (llevada al cine en 1951 por George Stevens con el título Un lugar en el sol) todo el ciclo novelesco sobre Yoknaptawpha de William Faulkner, A sangre fría (1966) de Truman Capote, Réquiem por un sueño (1978) de Hubert Selby Jr., Los tipos duros no bailan (1984) de Norman Mailer, América (1995) de James Ellroy y Pastoral americana (1997) de Philip Roth. Y a esta lista cabe añadir la de películas como Centauros del desierto (1956) de John Ford, la trilogía de El Padrino de Francis Ford Coppola, Taxi Driver (1976), Casino (1995), Gangs of New York (2002) y El irlandés (2019) de Martin Scorsese, El cazador (1978) y La puerta del cielo (1980) de Michael Cimino, Sin perdón (1992) de Clint Eastwood, JFK: Caso abierto (1991), Nixon (1995) y World Trace Center (2006) de Oliver Stone, American Beauty (1999) de Sam Mendes o Pozos de ambición (2007) de Paul Thomas Anderson. Ahora, también podemos añadir a ambas listas El diablo a todas horas, novela que este año ha sido adaptada al formato de película y que se puede ver en Netflix.
El diablo a todas horas es una novela de Donald Ray Pollock publicada en 2011. Curiosamente, Pollock, que hasta que cumplió 55 años solo había trabajado en una planta cárnica y en una fábrica de papel, decidió a dicho edad matricularse en el programa de escritura creativa de la Universidad Estatal de Ohio y, cuando contaba con 57 años, logró que le editaran la mencionada novela. Cuando contemplamos el argumento del film (en el que el propio Pollock pone su voz en off como narrador del relato), que trascurre entre Virginia Occidental y el sur de Ohio, es muy difícil no percibir en él el poso de todo un conjunto de historias atroces conocidas de primera mano, transmitidas, tal vez, oralmente, con detalles cada vez más distorsionados, manipulados y magnificados pero conservando siempre su terrible esencia, asomadas siempre a un abismo que no era otra cosa que un día a día marcado indefectiblemente por el dolor de los sueños rotos y los anhelos sin cumplir.
El diablo a todas horas transcurre entre los años 40 y los 60, desde la II Guerra Mundial hasta los comienzos de la Guerra de Vietnam, de guerra a guerra, de conflicto bélico a conflicto bélico, como si la biografía de todo estadounidense solo pudiera estar pespunteada por un enfrentamiento militar que marcase toda su vida. Junto a la guerra, la religión como otro de los factores omnipresentes, un elemento que se mueve entre la teatralidad, la hipocresía, el delirio, el mensaje hueco y la mera y falsa superficialidad. En este contexto en el que fuerzas superiores e incontrolables parecen manejar a los seres humanos a sus anchas, una serie de tramas se van entrecruzando, conectando, desapareciendo y volviendo a aflorar para dibujar un fresco en el que la frustración, el dolor, la tragedia y la desesperanza se convierten en el telón de fondo de unas vidas que parecen estar destinadas a acabar en un callejón sin salida. Dramas familiares, brutalidad, asesinos en serie, personajes extremos deambulan ante nuestros ojos envueltos en la más simple rutina y cotidianidad, como si, con la costumbre de ver constantemente lo sucio y abyecto, ello pasara a ser considerado normal y aceptable y no se hiciera nada por corregirlo.
La película cuenta con la dirección del neoyorquino Antonio Campos, quien con anterioridad ha sido productor de Martha Marcy May Marlene (2011) de Sean Durkin y director y productor ejecutivo de cinco episodios de la serie también de Netflix The Sinner, que sabe encontrar el tono justo para que la historia conserve en todo momento su credibilidad y nunca caiga en un exceso de morbo o cargue las tintas en la sordidez de muchas de la situaciones de las que somos testigos, a lo que hay que añadir que el montaje de Sofia Subercaseaux logra ir hilando con fluidez, precisión y habilidad las diversas tramas de modo que la película no llega a perder nunca su claridad narrativa. Si a ello unimos las magníficas interpretaciones de Tom Holland, Robert Pattinson, Bill Skarsgård, Haley Bennett, Kristin Griffith, Sebastian Stan, Riley Keough, Jason Clarke, Harry Melling y Mia Wasikowska, todo ese conjunto sirve para redondear un film que es uno de los grandes títulos del pasado 2020 y que ha pasado inmerecidamente desapercibido en medio de la amplia y saturada oferta audiovisual existente. Para quien quiera recuperarla, sigue estando disponible, como en el momento de su estreno, en Netflix.
TRÁILER DE LA PELÍCULA:
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