EL IRLANDÉS DE MARTIN SCORSESE. PECADOS Y PENITENCIA


TÍTULO: El irlandés. TÍTULO ORIGINAL: The Irishman. AÑO: 2019. NACIONALIDAD: Estados Unidos. DIRECCIÓN: Martin Scorsese. GUION: Steven Zaillian, adaptando un libro de Charles Brandt. MONTAJE: Thelma Schoonmaker. DIRECCIÓN DE FOTOGRAFÍA: Rodrigo Prieto. MÚSICA ORIGINAL: Robbie Robertson. INTÉRPRETES PRINCIPALES: Robert De Niro, Al Pacino, Joe Pesci, Harvey Keitel, Ray Romano, Bobby Cannavale, Anna Paquin, Stephen Graham, Stephanie Kurtzuba, Jack Huston, Kathrine Narducci, Jesse Plemons, Domenick Lombardozzi. DURACIÓN: 209 minutos. PÁGINA WEB OFICIAL: https://www.netflix.com/title/80175798.

CALIFICACIÓN: 

Uno de los aspectos más interesantes en la evolución de Martin Scorsese como realizador es que, lejos de mantener un estilo único e invariable a lo largo de todas sus películas, el mismo ha ido variando en función de la naturaleza de la historia, sus temáticas y, sobre todo, del aspecto que el director neoyorquino quería remarcar y subrayar. La factura visual de Malas calles (1973), Taxi Driver (1976), New York, New York (1977), Toro salvaje (1980), El rey de la comedia (1982), ¡Jo, qué noche! (1985) y La última tentación de Cristo (1988) es diferente a la de Uno de los nuestros (1990), Casino (1995) y El lobo de Wall Street (2013)  y, ambas, son sustancialmente distintas a las de La edad de la inocencia (1993), El aviador (2004), Infiltrados (2006), La invención de Hugo (2011)  y Silencio (2016). Evidentemente, hay una marca personal común a todos sus títulos pero hay matices que están relacionados con el hecho de a qué dimensión argumental se le da más peso y es la privilegiada en el desarrollo del relato. Porque, una de las características de las historias que Scorsese nos cuenta es que suelen ser elaboradas atendiendo a varias y complejas dimensiones que están tan hábilmente conectadas que puede pasar desapercibida la presencia simultánea de todas ellas. A saber:

- La dimensión psicológica de los personajes.
- La dimensión sociológica.
- La dimensión histórica.
- La dimensión cultural.
- La dimensión religiosa y moral.

En función de qué aspecto era el predominante, el tono, el ritmo y la atmósfera de cada película de Scorsese han sido modulados en aras de conseguir la coherencia interna y la armonía de todas las piezas del puzle.




Así, por ejemplo, en Taxi Driver, las dimensiones psicológica y sociológica eran las que tenían mayor peso, de modo que, por un lado, el tono delirante y alucinatorio de esta película nacía del hecho de que la mente torturada y traumatizada de Travis Bickle era el elemento que ocupaba el primer plano de la historia y, por otro, su reflexión sobre los mecanismos de la marginación y el modo en que una persona se acababa integrando en un sistema social y ocupaba un determinado estatus dentro del mismo determinaba ese recorrido interminable por las calles de Nueva York y todas las interacciones del protagonista con unos personajes extraños, diversos y variopintos que constituían la columna vertebral de la trama. En contraposición a ello, otras capas del relato eran trabajadas con mayor sutileza. Porque en Taxi Driver también están presentes la dimensión histórica (el trauma del personaje es el trauma de la sociedad estadounidense tras el fin de la guerra de Vietnam), la dimensión cultural (en el film está presente el espíritu crítico de la contracultura de finales de los sesenta y su visión de unos Estados Unidos que solo parece conseguir encauzar procesos de redención a través de un baño de sangre, visión que estaba pespunteada por referencias a clásicos literarios, como La roja insignia del valor de Stephen Crane, y cinematográficos como Centauros del desierto – comprueben, si no, el paralelismo entre la situación del personaje de Jodie Foster en el film de Scorsese con el de Natalie Wood en el western de Ford) y la dimensión moral (el trayecto del personaje protagonista vendría a ser un proceso de purificación en el que, tras haber extraviado su camino, acaba encontrando la senda correcta y consiguiendo la paz consigo mismo – todo ello, envuelto con un barniz de ambigüedad y duda), sustentando y reforzando el discurso de la película pero actuando solo en un segundo plano.




Otras muchas películas de Scorsese también tienen como eje la dimensión psicológica de sus protagonistas, como Toro salvaje (fotografiada en blanco y negro porque así decía Jake LaMotta que recordaba su pasado y en la que cada combate, cada vivencia, cada diálogo se plasma cinematográficamente de modo que va retratando el descenso a los infiernos del personaje protagonista) o Uno de los nuestros y El lobo de Wall Street (películas cuyo ritmo acelerado y frenético se basa en la amoralidad de unos personajes que actúan del modo en que lo hacen porque así lo desean, sin preocuparles lo más mínimo las implicaciones morales de sus acciones y de su comportamiento) o, incluso, La última tentación de Cristo, en la que se retrata antes a un hombre que sufre, duda y vive atormentado que al hijo de un Dios,  motivo por el que, obviamente, la película no suscitó ninguna simpatía a la iglesia católica. En otros casos, como Malas calles o Casino, las implicaciones morales y sociológicas tienen mayor peso y ello se dejaba notar en la dinámica interna de dichas películas en las que el ritmo se aceleraba o se ralentizaba y el montaje era más agitado o más sereno en función de la inquietud esencial que guiaba cada secuencia. Y el caso de Silencio era el más inaudito de todos, en la medida en que el estilo de Scorsese parecía haberse disuelto y adquirir un cariz casi dreyeriano o bressoniano que podía dejar estupefacto a cualquiera de sus seguidores, pero era perfectamente lógico en función de las preocupaciones religiosas y morales del film. Hoy, tras ver El irlandés, podemos afirmar que Silencio puede ser entendida casi como una estación intermedia necesaria para que Scorsese haya podido tener claro cómo enfocar su última película y que haya sabido cómo abordar un guion que va mucho más allá de la consabida historia de gangsters para plantear temas y cuestiones de mucho mayor calado.




El argumento de El irlandés gira en torno a la figura de Frank Sheeran (Robert De Niro), un pistolero de la mafia que, habiendo entrado al servicio de uno de sus grandes jefes, Russell Bufalino (Joe Pesci), acaba trabajando para Jimmy Hoffa (Al Pacino), el gran zar del sindicato de camioneros de la época, que, manteniendo contactos con el crimen organizado, desapareció el 30 de julio de 1975 sin que su destino o paradero se haya descubierto jamás. Quien haya leído América de James Ellroy o visto Símbolo de fuerza (1978) de Norman Jewison, en la que Sylvester Stallone daba vida a un Johnny Kovak cuya biografía guardaba un paralelismo nada disimulado con la del sindicalista evaporado en el aire (en El irlandés nos mostrarán cuál pudo haber sido su desenlace), entrarán más fácilmente en el argumento del último film de Scorsese y, sobre todo, comprenderán mucho mejor el contexto en el que tiene lugar la historia. Pero, de cualquier modo, aun cuando el espectador desconozca dicho contexto, la historia se articula en ejes argumentales lo suficientemente poderosos como para que se pueda percibir con facilidad las preocupaciones temáticas que guían a Scorsese en esta película. Y dichos ejes argumentales son el examen de conciencia que un Frank Sheeran ya anciano realiza sobre cómo ha sido su vida y, en paralelo (e indisociablemente unido a lo anterior), una recapitulación crítica de la historia de Estados Unidos en las últimas siete décadas y media y una puesta en cuestión de las verdades y apariencias oficiales frente a lo que parece ser la esencia oculta que ha ido moviendo los resortes de la sociedad norteamericana.




Los dos puntos anteriormente indicados hacen que El irlandés sea una película muy diferente a Malas calles, Uno de los nuestros o Casino. Se distancia de Uno de los nuestros o Casino porque, en estas dos películas, como hemos dicho con anterioridad, sus personajes no sentían remordimientos de conciencia por sus acciones ni ponían en duda su forma de pensar y comportarse sino que se zambullían en un ritmo frenético y convulso que los acababa convirtiendo, como héroes trágicos, en meros títeres cuya derrota parecía escrita de antemano. El irlandés sí se podría parecer más a Malas calles porque, en esta última, al personaje de Harvey Keitel le inquietaban preocupaciones morales similares a las que sufre aquí el personaje de Robert De Niro en los últimos días de su vida. Pero, mientras que en Malas calles el protagonista era joven y todavía podía albergar esperanzas de un futuro más luminoso, en El irlandés Frank Sheeran ya ha visto todo lo que tenía que ver y sabe que no puede ser optimista sobre el porvenir y ya solo cabe preocuparse por qué destino le pueda deparar a su alma cuando su cuerpo fallezca. Y, por eso, desde que la película empieza, con un largo travelling por una residencia para la tercera edad que acaba en la figura envejecida de Robert De Niro y este empieza a contarnos su vida, hasta que llegamos a la última escena, de lo que los espectadores son testigos es de una confesión en toda regla, con todos los aspectos posibles del término (desde el más testimonial hasta el que abarcaría la acepción más estrictamente religiosa), y, por ello, el ritmo y factura visual del film se adapta a ese concepto central sobre el que el guion está construido. No hay frenesí narrativo ni montaje acelerado. La película va al ritmo calmado de una persona ya anciana que va desgranando su vida, con sus secretos, sus contradicciones y sus amarguras y lo hace sin prisa, sin apasionamiento pero sí con todo el peso de las decepciones y las frustraciones que ya sabe que nunca jamás van a poder ser redimidas.




Es por lo último que hemos dicho que El irlandés puede llegar a desconcertar en una primera visión del film. Podemos esperar una película de Scorsese similar a algunos de sus grandes clásicos cuando, en realidad, el director ha querido plantear otro punto de vista (mucho más centrado en los aspectos morales y de conciencia) que exigía otro ritmo, otro acabado visual y otros modos narrativos. Y ello era también necesario para pasar al segundo nivel del film, aquel en el que se plantea una revisión crítica de la historia de Estados Unidos y en el que, de modo parecido a cómo se preguntaba el protagonista de Conversación en La Catedral de Mario Vargas Llosa, el espectador tuviera que llegar a preguntarse: “¿Cuándo se jodió Estados Unidos?”. Pregunta, quizás, sin respuesta porque lo que el film apunta en muchos momentos es que, por encima de los grandes reyes del crimen organizado, por encima de quienes parecen mover el hilo de los hechos y los acontecimientos, hay poderes superiores que son los que acaban marcando, en la oscuridad y detrás de las bambalinas, el rumbo real de los Estados Unidos siendo, incluso, quienes se creen que controlan la situación, meras piezas que pueden ser desechadas cuando dejan de ser útiles. Y ello nos llevaría a concluir que la película con la que habría que emparentar El irlandés sería sin duda Erase una vez en América, solo que el film de Leone habría que verlo desde una clave casi mitológica mientas que el de Scorsese sería un alegato cívico y moral que plantearía en qué medida cada persona forma parte de un sistema que ha anulado su voluntad y lo conduce por caminos indeseados e indeseables hasta que se convierte en un elemento prescindible respecto al que no hay reparos en condenarlo al olvido, la ignorancia o la indiferencia. Contemplando esta realidad desde la experiencia y el paso de los años y, aún más, habiéndola vivido en las propias carnes, el único punto de vista desde el que esta historia podía contarse era el de una resignada amargura en la que el único resquicio posible sería lograr un último perdón que limpie culpas y pecados y abra paso a una expiación salvadora.



Fotografía de Martin Scorsese


TRÁILER DE LA PELÍCULA:


IMÁGENES DE LA PELÍCULA:


















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