TÍTULO: Dolor y gloria. TÍTULO ORIGINAL: Dolor y gloria. AÑO: 2019. NACIONALIDAD: España. DIRECCIÓN Y GUION: Pedro Almodóvar. MONTAJE: Teresa Font. DIRECCIÓN
DE FOTOGRAFÍA: José Luis Alcaine. MÚSICA ORIGINAL: Alberto Iglesias. INTÉRPRETES PRINCIPALES: Antonio Banderas, Penélope
Cruz, Asier Etxeandía, Cecilia Roth, Leonardo Sbaraglia, Nora Navas, Raúl
Arévalo, Julieta Serrano, Eva Martín, Susi Sánchez, Pedro Casablanc, César
Vicente, Julián López, Asier Flores, Alba García, Agustín Almodóvar. PÁGINA WEB OFICIAL:
https://www.eldeseo.es/dolor-y-gloria/.
Creo no decir nada especialmente
noticioso al afirmar que el cine de Pedro Almodóvar tiende a ser desconcertante
a fuerza de ser irregular e irregular a fuerza de transitar por diversos
géneros, estilos, enfoques y líneas narrativas. Tras muchos años de seguir su
obra, revisar sus películas y poder tener una amplia perspectiva de su personalidad
como creador, he llegado a la conclusión de que el origen de ello es que
Almodóvar es más un director de búsqueda que de llegada. Sus películas no son
casi nunca la estación final de un trayecto sino el trayecto mismo, no muestran
el resultado final de un viaje sino que son la vía por la que se intenta llegar
a algún lugar, con independencia de si, finalmente, se llega a él o no. En esa
búsqueda, Almodóvar reúne, enfrenta y hace convivir elementos diversos, heterogéneos
e, incluso, aparentemente incompatibles (incluso, verdaderamente incompatibles),
y contempla en sus films el resultado de ese choque incierto que, a veces,
funciona, que, a veces, no, pero que acaba siendo el sello personal
inconfundible que imprime a todo su cine. La copla, el punk, el glam, la locura
desvergonzada de Fabio McNamara, el canto bronco y desgarrado de Chavela Vargas,
el dulce pero íntimamente roto de Bola de Nieve, la danza abstracta pero
emotiva de Pina Bausch, el cine de Buñuel, de Douglas Sirk, de Andy Warhol, de
John Waters, de Rainer Werner Fassbinder, de Georges Franju, de Louis Malle, de
Joseph L. Mankiewicz, todo ello convive en sus películas para comprobar qué
surge de combinación tan extraña y diversa. (Lo cual, de paso, permite a cada
espectador definirse a sí mismo, ya que, en función de qué películas del
director te atraen o no, reconoces qué tipo de espectador eres, qué cine te
gusta y cuál te resulta indiferente). De ese permanente e inclasificable choque
han surgido varias obras maestras (para mí, lo son ¿Qué he hecho yo para merecer esto? – 1984–, Mujeres al borde de un ataque de nervios – 1988–, Hable
con ella – 2002– y La mala educación –
2004–) y, en todo caso, lo han convertido en un director que lleva cuatro
décadas en la primera línea de atención de público y crítica, lo cual significa
que algo hay en sus films que va mucho más allá de la mera moda pasajera.
Ahora, el estreno de su último
film, Dolor y gloria, ha sido
pregonado como el momento de su filmografía el que el director se confiesa, se
desnuda en sus fotogramas y revela grandes secretos sobre su vida. Muchos no lo
han visto así, pero yo opino lo contrario. Porque pensar que confesarse es enlazar
una serie de cotilleos o chismorreos o exponer en detalle toda serie de datos
biográficos precisos y exactos es simplificar en exceso lo que es una verdadera
confesión. La confesión más audaz y arriesgada quizás sea desvelar las dos o
tres verdades más elementales a las que has llegado al cabo de tu vida, verdades
no aprendidas en los libros ni en los testimonios ajenos sino a través de tu
propia biografía, accidentada, angulosa y llena de aristas y recovecos.
Admitirlo y sacar lecciones de ello.
Dolor y gloria relata un momento complicado para su protagonista,
un reputado director de cine (Antonio Banderas), que es un claro trasunto del
propio Pedro Almodóvar. Aquejado por diversas dolencias físicas que lo tienen
sumido en una parálisis vital y creativa, la proyección de una copia restaurada
de uno de sus antiguos films es la espoleta que pone en marcha un proceso de
reencuentro con viejos amigos, con viejos amantes y con un pasado que lo marcó
indeleblemente y que recupera para lograr perdonarse a sí mismo y cerrar viejas
heridas. Heridas del alma pero que, en el desarrollo argumental de la película,
parecen ser el origen y raíz de los males del cuerpo, una somatización de las
dolencias espirituales mal curadas que solo cuando se afrontan permiten aliviar
la enfermedad física y reemprender la vida con aires limpios y renovados. Dolor y gloria es, de este modo, la
reconstrucción de un proceso de sanación, el retrato de un proceso de sucesivas
reconciliaciones que va mucho más allá de firmar la paz con el pasado sino,
sobre todo y ante todo, que alberga el afán de apoderarse del porvenir.
Almodóvar nos hace recorrer con
una mirada limpia, madura y reposada la infancia del protagonista en Paterna,
su ingreso en un seminario para seguir con sus estudios, su enfrentamiento con
uno de los actores de una de sus antiguas películas, su reencuentro con un
viejo amor, sus vivencias junto a su madre, su calvario físico, sus fobias y
sus manías, a modo de un complejo rompecabezas que se va dibujando conforme el
metraje avanza. Y a la vez que la trama se desarrolla, vamos asistiendo a
sucesivas reconciliaciones y apaciguamientos, a un devenir de cicatrización de
heridas que es a la vez testimonio descarnado y moraleja aleccionadora. Pero en
dicho rompecabezas, con suma sutileza, se hace igualmente presente una pieza
que falta, pieza presente en su casi invisibilidad y que se insinúa en los
carteles de las dos piezas teatrales que presiden el salón de la casa del
personaje de Asier Etxeandía: Hamlet y
La gata sobre el tejado de zinc. Es
decir, el padre ausente (en la obra de Shakespeare) y la necesidad de
reconciliación con el padre (en la obra de Tennessee Williams) como polos de
una tensión que permanecerá oculta a lo largo de todo el film pero que será,
latente e implícita, una de sus vigas maestras invisibles.
Aparte de un estilo mucho más
contenido y sobrio de lo que es habitual en Pedro Almodóvar y que, sin restarle
personalidad ni borrar sus señas de identidad más acusadas, le hace
intensificar la potencia expresiva del mismo, hay que destacar un imponente
reparto en estado de gracia. Están excelentes Penélope Cruz, Asier Etxeandía,
Leonardo Sbaraglia, Nora Navas y Julieta Serrano y, sobre todo, un soberbio
Antonio Banderas, que realiza el papel de su vida, y que, lejos de limitarse a
imitar al director, pone en pie todo un personaje con sus luces y sus sombras,
sus momentos positivos y sus momentos de pesadumbre.
Dolor y gloria encierra en su título los dos extremos de un
trayecto de caída y recuperación, dos estados anímicos enfrentados para los que
el film, lejos de justificar los momentos negros de la vida en su reverso
emocional, invita a contemplar los mismos como un incentivo para adquirir la
sabiduría para superarlos, para no dejar conflictos pendientes de resolver,
para no ser carcomido por el pesar y la angustia, para aprender de la
experiencia de la travesía del desierto y de la catarsis y encontrar el camino
hacia la liberación interior. Si decíamos que Pedro Almodóvar era un director más
de búsqueda que de llegada, Dolor y
gloria parece una película de llegada pero, no siendo completamente falso,
se puede interpretar como la explicación del punto de partida necesario para
seguir avanzando: reconciliarse con el pasado para poder conquistar el futuro.
TRÁILER DE LA PELÍCULA:
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