TÍTULO: Silvio (y los otros). TÍTULO ORIGINAL: Loro. AÑO:
2018. NACIONALIDAD: Italia-Francia. DIRECCIÓN: Paolo Sorrentino. GUION: Paolo
Sorrentino y Umberto Contarello. MÚSICA ORIGINAL: Lele Marchitelli. MONTAJE: Cristiano
Travaglioli. DIRECCIÓN DE FOTOGRAFÍA: Luca Bigazzi. INTÉRPRETES PRINCIPALES: Toni Servillo, Elena Sofia Ricci, Riccardo
Scamarcio, Kasia Smutniak, Euridice Axen, Fabrizio Ventivoglio, Roberto De
Francesco, Dario Cantarelli, Anna Bonaiuto, Giovanni Esposito, Ugo Pagliai,
Ricky Memphis, Duccio Camerini, Yann Gael, Alice Pagani. DURACIÓN: 150 minutos.
PÁGINA WEB OFICIAL: http://www.deaplaneta.com/es/silvio_y_los_otros.
Paolo Sorrentino ha construido su cine a partir
de una personal e insólita mirada sobre la realidad italiana contemporánea y
unas estructuras narrativas que, inspiradas en las películas que Fellini
realizó a partir La dolce vita (1960),
él las ha recargado con unas fuertes dosis de barroquismo (y, por qué no
decirlo, de esteticismo irónico hortera) adicionales que hacen que su estilo y
sus films sean absolutamente inconfundibles. Sin embargo, lejos de ser un
retrato mordaz e inaudito de la Italia actual, la obra de Sorrentino da un paso
más allá y acaba hablándonos de los binomios autenticidad-inautenticidad,
sinceridad-impostura.
De este modo, su peculiar acercamiento al mundo de la mafia en Las consecuencias del amor (2004), acababa siendo la historia de un hombre (interpretado por el protagonista habitual de sus películas, el genial Toni Servillo) que, enfrentado a unos sentimientos que creía perdidos para siempre, elegía un camino fatal para salvar su orgullo y su amor propio. En Il divo (2008), su retrato de Giulio Andreotti no es solo el del maestro de ceremonias del régimen político vigente hasta el estallido del caso judicial conocido con el nombre de “Manos Limpias” sino el de un hombre que, sintiéndose superior a su propio entorno (posiblemente, sí que lo era) y siendo hijo predilecto del mismo, acaba siendo devorado por él. En la ya mencionada La gran belleza (2013), su personaje más carismático, el Jep Gambardella de La gran belleza (2013) no es más que un observador cínico, melancólico y, en el fondo, romántico, que busca alrededor del mundo decadente que le rodea la remota esperanza de que haya una última salida redentora. El paseo por los sórdidos y decrépitos ambientes romanos no es recordado, al final, únicamente por los momentos en los que Gambardella fustiga con su brillantez las contradicciones y mezquindades de unos personajes sumergidos en la mediocridad sino, sobre todo, por aquellos en los que se revelaba lo auténticamente valioso y real en medio del puro vacío. Y en su serie The Young Pope (2016), el físicamente atractivo e ideológicamente retrógrado papa Pío XIII, interpretado por Jude Law, demostraba en el desconcertante desenlace de la historia que no era más que un hijo abandonado que busca desesperadamente reencontrarse con sus esquivos padres hippies. La juventud (2015) se apartaba de este conjunto de títulos para explorar la melancolía de dos creadores (un músico y un director de cine) que, alojados en un balneario, se aferraban al pasado como vía para conjurar las miserias del presente.
Ahora, en Silvio
(y los otros), Sorrentino se embarca en la tarea de retratar al personaje
que, sin aparecer, sobrevolaba sibilinamente todas las secuencias de La gran belleza: Silvio Berlusconi, la
mayor fortuna de Italia y primer ministro del país en tres ocasiones
(1994-1995, 2001-2006 y 2008-2011), un personaje excesivo y desmedido para
quien Sorrentino ha realizado una película con esas mismas características. Y,
lejos de seguir meramente la estela marcada por Il Divo en relación a Andreotti, en esta ocasión el director
italiano ha hecho converger en el film las líneas que empezara a trazar en La gran belleza y La juventud. De forma que el resultado final es muy diferente al
que, en principio, cabía esperar.
Lo primero que hay que decir de Silvio (y los otros) es que el montaje
que ha llegado a las salas comerciales españolas no es el que originalmente fue
concebido para la película. El proyecto inicial es el formado por dos
películas, Loro 1 y Loro 2,
cuyo metraje es de 104 y 100 minutos, respectivamente, es decir, un total de
204 minutos. El film que ahora nos llega tiene una duración de 150 minutos, de
forma que, en el proceso de unificación de las dos películas originales, se han
perdido 54 minutos de imágenes. Estas reducciones de duración no son siempre
afortunadas y hay que recordar varios antecedentes que ya demostraron ser un
despropósito. Así, no hay más que comparar la versión íntegra de Cleopatra (1963) de J. L. Mankiewicz con
la reducida para constatar cómo fueron hurtadas a los espectadores escenas
esenciales y meritorias. La versión reducida (e impuesta por el estudio) de La vida privada de Sherlock Holmes (1970)
de Billy Wilder hizo quejarse a su director de que, siendo más corta, la
película final parecía más lenta que la que él había concebido. Con La puerta del cielo (1980) de Michael
Cimino y Érase una vez en América (1984)
de Sergio Leone, ocurrió algo similar en el momento de su estreno. Hecha esta
salvedad, como los que nos ha llegado es lo que es, solo este montaje que hemos
tenido la oportunidad de ver es el que podemos valorar y sobre el que podemos
opinar.
Silvio (y los otros) es una película que, sobre todo, en sus
primeros minutos, se mueve en las coordenadas más emblemáticas del cine de
Sorrentino, con la desconcertante secuencia inicial, con esas fiestas y orgías
mostradas sin recato y coreografiadas con música disco más atenta al éxito en
las listas comerciales que a su calidad artística y con un aluvión visual
desbordante y abrumador. Es aquí cuando, en gran medida, se justifica el título
del film (Loro, “ellos” en italiano)
porque es la descripción del único ambiente posible, con sus personajes
extremos y pintorescos, en que un personaje como Berlusconi puede surgir y
erigirse en líder hegemónico. Pero,
cuando a los 45 minutos (nada menos que 45 minutos se tarda en que ocurra),
aparece Toni Servillo personificando al magnate y político italiano, la
película da un giro inesperado, ya que el tratamiento del personaje no es el
previsible (ya, de entrada, su presentación es la que menos cabía esperar). Nos
alejamos del torrente ensordecedor y, sin dejar de mostrar el lado oscuro del
protagonista, el relato se convierte (adquiriendo un aire cercano al que tenía La juventud) en la exploración de un
alma que encierra sus dudas, sus abismos, sus miedos y sus secretos inconfesables.
Es entonces, como ocurre en muchas películas actuales, con sus estructuras de
guion en 3 partes de similar metraje claramente diferenciadas no solo por su
función dramática, sino también por su tono, su estilo, su concepto e, incluso,
por el cambio de escenario que puede llegar a tener lugar, cuando la película
da un nuevo giro (a la hora y media, aproximadamente) y se produce el encuentro
entre el protagonista del primer tercio de la narración (un trepa ambicioso que
quiere conocer a Berlusconi para medrar en las esferas del Estado y de la
contratación pública) y el político. Y ahí es cuando el film se rompe y entra
en una espiral tensa y extraña (con el terremoto de L’Aquila pasando a ocupar
el primer plano de la historia) que solo encuentra su salida en esa secuencia
final paradójicamente serena, al fin silenciosa y reposada, que parece ser el
rincón de autenticidad que Sorrentino ha buscado para dejar instalados en él a
sus espectadores.
Tal como nos ha llegado, Silvio (y los otros) es una película
desmesurada, excesiva y desequilibrada. Conviven en ella momentos
adrenalíticos, con secuencias de humor casi surrealistas (esa venta de un piso
ficticio con que el protagonista pretende ponerse a prueba), con guiños
evidentes a escenas famosas del cine italiano (como la de la explosión de Zabriskie Point – 1970– en el accidente
del camión de la basura o la inicial de La
dolce vita de Fellini en el ya comentado desenlace) y con momentos en los
que se retrata la intimidad de los personajes y que, incluso, se dejan llevar
por un inusitado minimalismo, que son los que, posiblemente, acabaremos
guardando con mayor estima en nuestra memoria cinéfila. Es imposible que
Sorrentino no nos seduzca y nos atrape con su colosal capacidad hipnótica pero,
en este caso, hubiera sido conveniente una mayor mesura para no dejarnos
exhaustos en una carrera desbocada hacia el silencio final.
TRÁILER DE LA PELÍCULA:
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