Bernardo Bertolucci
(16 de marzo 1941 – 26 de noviembre de 2018)
El cine de Bernardo Bertolucci
siempre ha estado marcado por la polémica. En parte porque él siempre quiso
tratar temas polémicos (por los motivos que a continuación explicaremos). En
parte, porque los críticos y los comentaristas han preferido centrarse en ellos
en vez de profundizar en un cine que, analizándolo en su conjunto, tiene un
sentido nítido, coherente y cristalino. Tan coherente es este sentido que hasta
algunas películas de sus últimos años, muy alejadas en calidad de lo que son
sus obras cumbre, se explican por la ausencia del ancla fundamental en la que
se sostenía todo su cine.
Bertolucci debutó en el
largometraje con La commare secca (1962),
sobre un guion de Pier Paolo Pasolini, cuya estructura narrativa seguía un
esquema que recordaba al de Rashomon (1950)
de Akira Kurosawa, al relatar un mismo hecho criminal desde diferentes puntos
de vista. De brillante ejecución y espléndidamente rodada (lo cual será una
seña de identidad en toda la carrera posterior del director italiano), esta opera prima es más pasoliniana, muy
cercana, en muchos de sus aspectos, al universo mostrado en Accatone (1961) o Mamma Roma (1962), que bertolucciana.
Imágenes de La commare secca
No sería hasta su segundo film, Antes de la revolución (1964), cuando
Bertolucci empezaría a mostrar buena parte de los temas y obsesiones que
cimentarían su personalidad cinematográfica: el sentimiento de opresión (de
alienación, si quisiéramos ser más precisos) en un ambiente claustrofóbico, la pérdida de la identidad propia en un mundo deshumanizado y alejado de los impulsos básicos y primordiales, las
relaciones sentimentales alejadas del convencionalismo y desafiantes de todo
tipo de tabúes, el dilema entre una liberación que obligaría a tomar un camino
incierto y el conformismo que aportaría una cómoda estabilidad, el tema del
“doble”, del alter ego, la
vinculación de lo personal con lo político, la dinámica del cambio social, la
angustia del hombre contemporáneo ante una existencia sin sentido aparente…
Imágenes de Antes de la revolución. En dos
fotogramas, se sintetizan buena parte de las obsesiones de Bertolucci. Arriba,
a la izquierda, el tema del “doble”, la sensación de opresión, el choque entre
clases sociales. Abajo, a la derecha, la transgresión, con la relación del
protagonista de la película con su tía.
En el anterior párrafo, hemos
mencionado una palabra que es clave en el cine de Bertolucci: la palabra
“liberación”. Porque el pensamiento del realizador italiano está muy pegado a
la cultura de los años 60 y a los mitos que esa década engendró (mitos surgidos,
sobre todo, a partir del pensamiento de la escuela de Frankfurt, con Marcuse,
Adorno, Horkheimer y Benjamin a la cabeza). Una década que habló de liberación
individual y de liberación colectiva o, yendo un poco más allá, de la conexión
inevitable de la liberación individual con la liberación colectiva. En el cine
de Bertolucci, una relación sexual puede convertirse en un hecho político a
partir del momento en que rompa un prejuicio, una norma socialmente impuesta o
un esquema preconcebido que nadie se atreva a poner en cuestión.
Por tanto, el cine de Bertolucci
es el cine de la transgresión, de los recelos ante la transgresión, de la
tentación (frustrada o satisfecha) por la transgresión, del rechazo a la
transgresión, de la transgresión que se demuestra vacía y de las consecuencias
de la transgresión materializada. Y no es el cine de la transgresión por la
transgresión sino de la transgresión como medio para romper las cadenas que
atan al ser humano a las concepciones autoritarias del pasado. En Antes de la revolución, el protagonista
(Francesco Barilli) inicia una relación con su tía (Adriana Asti) de forma
paralela a su cuestionamiento de la realidad existente y a la crisis provocada
por la muerte (accidental o por suicidio, esa es una de las grandes dudas que
suscita la trama) de su amigo Agostino (uno de sus dos alter ego en el film junto a un abnegado maestro de escuela). El fin
de esa relación significa, al mismo tiempo, el fin de sus inquietudes revolucionarias
y un matrimonio que le mantendrá en la forma de vida burguesa de la cual
procede. Los diferentes hechos no parecen elementos aislados sino que forman
parte de un mismo orden y sistema. En El
último tango en París (1972), la relación puramente sexual, puramente física,
que mantienen los protagonistas de la historia (Marlon Brando y Maria Schneider),
entre los que hay una importante diferencia de edad, es una reacción al
desagrado que ambos sienten frente a la realidad en la que viven y la creación
de un espacio donde esa realidad y sus reglas quedan momentáneamente
suspendidas.
En El último tango en París, la creación de
un espacio para huir de la desolación circundante lleva a otro tipo de
desolación en el final de la historia
Cuadros de Francis
Bacon y figuras distorsionadas tras cristales translúcidos y celdas metafóricas
en El último tango en París:
representaciones de la deshumanización en un mundo hostil
El poder, el sistema
impone su dominio de diversas formas: el poder “duro” externo, el poder “blando”
(la presión social para que nadie se salga del carril establecido) y las reglas
interiorizadas en la mente de cada persona
Pero, al mismo tiempo, como hemos
dicho con anterioridad, la liberación individual se halla íntimamente vinculada
a la liberación colectiva. Porque el principal impedimento para la liberación
individual es un sistema social y político, basado en clases sociales
claramente diferenciadas (hecho que siempre provoca tensiones, desajustes,
perplejidades y desconciertos a sus personajes ya que el encuentro entre
miembros de clases sociales distintas sirve para generar conflictos o para
poner en tela de juicio ideas preconcebidas), opresor y represor, y que ejerce
una violencia tanto explícita como implícita para mantenerse e imponer sus
reglas. Sobre todo, obliga a quien quiere luchar contra él a vivir en el
desasosiego y la incertidumbre y, por ello, muchos personajes buscan acomodarse
en el orden establecido para no correr ningún tipo de riesgo. Ya hemos
mencionado con anterioridad el camino seguido por el protagonista de Antes de la revolución, pero el caso más
paradigmático de esta actitud en el cine de Bertolucci es la de El conformista (1970) y el personaje
interpretado por Jean-Louis Trintignant, siempre dispuesto a prestar sus
servicios (sin ningún tipo de actitud crítica) al régimen de turno y
exclusivamente atento a sus intereses personales y a no parecer desafecto al
poder dominante. Pero la reflexión más amplia sobre el tema se da, lógicamente, en Novecento (1976) donde se muestra cómo el sistema se renueva y cambia permanentemente de apariencia para conservar la esencia de su naturaleza y la eficacia de sus mecanismos.
El protagonista de El conformista, Jean Louis Tringtignant,
decide ser una persona completamente sometida al poder
Novecento refleja cómo evolucionó los mecanismos de fuerza usados
por el poder en Italia en el período 1900-1945
Durante la época en que
Bertolucci desarrolló el núcleo central de su obra, el formado por Antes de la revolución, El conformista, La estrategia de la araña (1970), El último tango en París, Novecento, La luna (1979) y La historia de un hombre ridículo (1981), este sistema de ideas,
con sus momentos de esplendor y sus momentos de crisis, tenía su acomodo e,
incluso, albergaba esperanzas para encontrar la posibilidad de su articulación
política. Sin embargo, en la década de los 80, los cambios sociales y
económicos llevaron a que el mismo fuera arrinconado y reducido a expresiones
concretas (el ecologismo, el feminismo, el movimiento gay…) pero no desarrollado a nivel global. Y es por ello que el
cine de Bertolucci vivió una larga etapa de confusión, desconcierto y, hasta
cierto punto, de exploración para encontrar nuevos caminos y nuevos
territorios. Por este motivo, el cine de estos años es más irregular y, en
algunos momentos, hasta parece contradecir claramente (o, como mínimo, matizar en profundidad) las ideas de su cine anterior.
Ello provoca que, sin el apoyo
firme de las que habían sido sus referencias básicas, unas películas conserven
todo su vigor anterior mientas que otras ofrezcan muchas más dudas en cuanto a
su apreciación. A mí, personalmente, me decepcionaron Pequeño Buda (1993) – con ese viaje a la trascendencia que resulta
excepcional en toda su filmografía–, Belleza
robada (1996) o Tú y yo (2012).
Sin embargo, El último emperador (1987),
El cielo protector (1990) y Soñadores (2003) sí gozan, en mi
opinión, de las mejores virtudes del cine de Bertolucci.
El último emperador, aparte de continuar con muchas de las
obsesiones temáticas de Bertolucci (los mecanismos del poder, el alter ego…) proporciona un sutil giro en
las ideas que expresa: ni el gobierno nacionalista republicano ni el gobierno
comunista rompe con los modos y maneras del poder imperial. El escepticismo
político ocupa un primer plano.
El último emperador, por ejemplo, causó cierto debate en el momento
de su estreno porque, en vez de cargar las tintas contra la figura del último
emperador de China, Puyi, lo retrata como un hombre que estuvo todos los días
de su vida prisionero, primero por los funcionarios de la Ciudad Prohibida que
conservaban sus puestos y sus prebendas gracias a los cuidados que debían
prestar a un personaje cuyo poder era meramente simbólico, después por los
japoneses que lo convirtieron en monarca del gobierno títere de Manchukuo y,
finalmente, por el gobierno comunista chino que lo utilizó a su antojo en
función de sus intereses. Ya no hay tanta fe en un cambio político que
transforme la sociedad y conduzca a la liberación del ser humano. Al contrario:
el escepticismo hacia la política pasa a tener un lugar crucial en todo el
discurso del film.
El propio Paul
Bowles, autor de la novela en la que se basa la película, forma parte del
reparto de El cielo protector, siendo
testigo del viaje de sus personajes hacia la nada
En El cielo protector, ahondando en lo que El último emperador significaba en la obra de Bertolucci, muestra
una mirada desesperanzada a los sueños de la contracultura de huir de la
civilización contemporánea para encontrar un presunto paraíso. El viaje de los
protagonistas de esta adaptación de la novela de Paul Bowles (que tiene tres
breves apariciones en el film) les hace ir adentrarse en el interior de África
septentrional, en un continuo avance por el desierto del Sáhara, en un recorrido
que encierra, al menos, tres dimensiones: un viaje en el tiempo desde la
modernidad hasta ir recorriendo comunidades ancladas en un pasado cada vez más remoto,
un viaje de los personajes protagonistas en su propio interior y, finalmente,
un viaje progresivo hacia la nada, hacia la convicción de que no hay ninguna
Arcadia feliz allí donde el mundo moderno aún no ha extendido su influencia. Al
final del viaje, está la desolación, la angustia y la anulación del ser humano
individual en beneficio de la pertenencia a un grupo que acaba con toda la
autonomía del sujeto.
El cielo protector es, a la vez, un viaje en el tiempo…
Por ello, la moraleja de El cielo protector viene a ser una
refutación amarga de viejos anhelos utópicos que pretendían desarticular la
modernidad como vía para construir al “hombre nuevo”, al ser humano que vive en
plenitud, en armonía y paz consigo mismo y con su entorno. A partir de la
constatación de que se carece de la fe en una trascendencia que se admite como
inexistente, nos sentimos vacíos en la modernidad pero tampoco cabe la
esperanza en un paraíso primitivo porque, conforme nos vamos despojando de
nuestro tiempo, la alternativa es el tener que prescindir de nuestros propios
impulsos y preferencias individuales, en definitiva, de nuestra libertad. Es
decir, frente al sueño de liberación individual y colectiva, el retorno a un
pasado presuntamente paradisíaco nos lleva a la ausencia de ambas.
… y un viaje de los
protagonistas a su propio interior
Es, por ello, que el cine de
Bertolucci deja de querer expresar el convencimiento de que puede existir un
futuro ilusionante, distinto al decepcionante presente, y llega a encerrarse en
la nostalgia de aquellos momentos en que se pensó que ese futuro podía existir.
Eso es lo que, a fin de cuentas, significa Soñadores.
Esta reconstrucción sui generis del
espíritu de los días del mayo del 68, vuelve a poner en paralelo una
experiencia vital heterodoxa alejada de cualquier tipo de convencionalismo (la
que vive el peculiar trío formado por Eva Green, Louis Garrel y Michael Pitt) y
el estallido de la famosa revuelta estudiantil que puso contra las cuerdas al
gobierno de De Gaulle. Aparte de un gran y emotivo homenaje al séptimo arte
(con la recreación de las protestas que estallaron por la destitución de Henri
Langlois como director de la Cinemateca Francesa, con el juego de los protagonistas
para adivinar el título de una película con unas pocas pistas o la mímesis de
famosas escenas como una de Banda aparte –
1964– de Jean-Luc Godard), Soñadores acaba
siendo, en gran medida, un sutil retrato de la propia evolución personal de
Bertolucci, ya que la película habla de un breve período en que otra vida y
otro mundo se dibujan como posibles pero que, enseguida, se evapora sin saber
qué es lo que va a surgir después.
Soñadores traza un paralelismo entre una experiencia personal
heterodoxa…
Dentro de su aire melancólico y
nostálgico, Soñadores acaba siendo la
autopsia de un momento que ya ha dejado de existir. Porque, en el desenlace de
la película, tiene lugar, simultáneamente, el fin de ese oasis que Eva Green,
Louis Garrel y Michael Pitt han construido durante unos pocos días y, aunque no
se explique, sí que se muestra sin subrayados, el fin del mayo del 68. Y
analizando la estructura narrativa de la película, nos daremos cuenta de que el
mensaje que quiere aportar Bertolucci (y que es coherente con el resto de su
filmografía) es que la vivencia personal de los protagonistas se halla
desconectada de los acontecimientos sociopolíticos externos y que estos
acontecimientos sociopolíticos no tienen en cuenta la dimensión individual de
los cambios que se quieren afrontar. O, quizás, el mensaje (decepcionado) que
encierra la historia es que es imposible poner al mismo nivel ambas dimensiones
y, de ahí, el fracaso de las utopías.
… y los convulsos
días del mayo del 68 en Francia
Soñadores es, posiblemente, el gran testamento cinematográfico de
Bertolucci, al ser su penúltimo largometraje y desarrollarse su trama en los
que fueron sus años de esplendor y los años en los que surgieron las claves de
su pensamiento. Si hay que empezar a recorrer su filmografía, no sería una mala
idea empezar por Soñadores ya que
sería una magnífica introducción a títulos mucho más complejos y de mucha mayor
enjundia. Estas líneas no dan para analizar en profundidad todas sus películas
y nos hemos centrado en las que he considerado más relevantes para comprender
su obra. Pero espero que, con lo que hoy he explicado, se interesen por sus
films porque Bernardo Bertolucci aporta un enfoque y un punto de vista propio y
personal, casi único entre los principales directores de la historia del cine,
y habla de una época en que se pensaba que todos los sueños eran posibles y
cómo esos sueños se marchitaron sin encontrar el camino para volver a recuperarlos.
Ambos niveles de Soñadores llegan a su desenlace al mismo
tiempo: las diferencias entre Michael Pitt, por un lado, y Eva Green y Louis
Garrel, por otro, acaban con su peculiar trío. La acción del poder acabó con el
mayo del 68. La película acaba siendo una metáfora del fin del pensamiento
utópico y de la propia evolución personal del propio Bernardo Bertolucci.
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