Este post fue publicado originalmente en civiNova - La ciudad de la cultura el 6-6-2015.
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La historia y la cultura
españolas no han sido objeto de muchas películas a lo largo de la historia del
séptimo arte fuera de nuestro propio país. Hay títulos sobre la Guerra de la
Independencia, como Orgullo y pasión (1957)
de Stanley Kramer y Los fantasmas de Goya
(2006) de Milos Forman, sobre la Guerra Civil, como Bloqueo (1938) de William Dieterle, ¿Por quién doblan las campanas? (1943) de Sam Wood, El ángel vestido de rojo (1960), de
Nunnally Johnson y Tierra y libertad (1995)
de Ken Loach, y sobre la posguerra y la dictadura de Franco, como Y llegó el día de la venganza (1964) de
Fred Zinnemann, La guerra ha terminado (1966)
de Alain Resnais y Las rutas del Sur (1978)
de Joseph Losey. También se han tratado figuras literarias como Don Quijote de
la Mancha en Don Quijote (1933) de
Georg Wilhelm Pabst, Don Quijote (1957)
de Grigori Kozintsev y El hombre de La
Mancha (1972) de Arthur Hiller o la Carmen de Prospero Merimée en Los amores de Carmen (1948) de Charles
Vidor y Carmen de Bizet (1984) de
Francesco Rosi. Por supuesto, el mundo de la tauromaquia ha estado presente,
como en las adaptaciones de Sangre y
arena de Vicente Blasco Ibáñez de 1922 (dirigida por Fred Niblo y
protagonizada por Rodolfo Valentino) y 1941 (dirigida por Rouben Mamoulian y
protagonizada por Tyrone Power y Rita Hayworth) o en la adaptación de Fiesta de Ernest Hemingway, dirigida en
1957 por Henry King e interpretada, entre otros, por Tyrone Power, Ava Gardner,
Mel Ferrer y Errol Flynn.
Existe, sin embargo, una cierta
tentación al delirio, muy palpable en títulos como Los vikingos (1958) de Jack Cardiff (donde, de todos modos, se
recrea un episodio histórico absolutamente verídico como es el de las incursiones normandas en el Sur de la Península Ibérica durante la dominación musulmana),
Misión imposible 2 (2000) de John Woo
(con esa mezcla entre Semana Santa de Sevilla y Fallas de Valencia
perfectamente indescriptible) y Noche y
día (2010) de James Mangold (en la que las fiestas fusionadas sin mucho
criterio eran la Feria de Sevilla y los Sanfermines de Pamplona). Este ramalazo
irracional, ilógico, casi de reducción al absurdo tiene, aparte de estas
películas de rango menor, dos títulos de mucha mayor enjundia y profundidad.
Uno, es un gran clásico del cine europeo: El
manuscrito encontrado en Zaragoza (1965) de Wojcech Has. Otro, un film
norteamericano relativamente reciente que no tuvo la repercusión que,
posiblemente, se merecía: La fuente de la
vida (2006) de Darren Aronofsky.
El manuscrito encontrado en Zaragoza es una novela escrita por el
polaco Jan Potocki (1761-1815). Su primera parte fue publicada en 1804-1805 en
San Petersburgo y su continuación en 1813, en París. Potocki fue un viajero
impenitente cuyos pasos lo llevaron por Rusia, Italia, Malta, Túnez, Turquía,
Grecia, Egipto, Albania, Montenegro, Holanda, Francia, Marruecos y, también,
España. Nuestro país fue el que, sin duda, más le impactó. Pasó, en distintos
momentos, por Sevilla, Granada, Córdoba, Málaga, Barcelona, Estepona y,
posiblemente, Madrid donde, quizás, conoció a Francisco de Goya. También
recorrió Sierra Morena, lugar que se convertiría en el principal escenario de
su obra más conocida. La mayor paradoja de El
manuscrito… es que maneja los que pueden ser considerados tópicos poco
originales de la cultura española (los bandoleros, nobles con una preocupación
enfermiza por la conservación del honor, caballeros que se presentan con
rimbombantes títulos pero que no disponen de demasiados medios económicos,
espectros que conviven con los vivos como si se tratara del hecho más normal
del mundo, moriscos que tienen que ocultar su verdadera religión, enredos
amorosos típicos de las comedias de Lope de Vega, inquisidores que no dejan de
encontrar herejes todo el rato…) pero que, de la mano de Potocki, dan lugar a
todo un mundo mitológico perfectamente organizado que no está muy lejos de, por
ejemplo, Las mil y una noches (de
hecho, la estructura narrativa de ambas obras coincide sustancialmente:
narraciones que empiezan dentro de otras narraciones que empiezan dentro de
otras narraciones… y, así, sucesivamente en un juego laberíntico de muñecas
rusas desconcertante a la vez que fascinante).
La película de Wojciech Has
recoge perfectamente el espíritu de la novela y recrea un espacio donde la
fantasía, el misterio y el humor se combinan de una forma extraña, sugerente y
única. Empezando la película en el sitio de Zaragoza durante nuestra Guerra de
la Independencia, el hallazgo del manuscrito que da título a la historia nos
sumerge en la España de comienzos del siglo XVIII y en un mundo donde Sierra
Morena se convierte en el epicentro de sucesos esotéricos e inexplicables. Lo
más llamativo de todo es que, habiéndose realizado el film en plena etapa del
régimen socialista en Polonia, su temática y su tratamiento visual están muy
alejados de los postulados realistas o de enfoque ideológico que eran los
habituales en el cine polaco de esa etapa. Si, incluso, los realizadores con intenciones
críticas como Roman Polanski (El cuchillo
en el agua -1962) o Andrzej Wajda (El
hombre de mármol -1977-, El hombre de
hierro -1981-) se inscribieron claramente en el realismo, el cine de Has se
alejó de ese planteamiento y se inclinó de modo radical por la fantasía pura.
Se puede decir que las intenciones criticas de Has no se limitan a la
superficie o a la apariencia sino que va más allá; frente a doctrinas que
pretenden encerrar el mundo en concepciones estrechas y empobrecedoras, él
defiende una visión del mundo mucho más rica y desprejuiciada donde lo
no-racional también tiene su lugar y su espacio. Sin parecerlo, El manuscrito encontrado en Zaragoza es
una provocación encubierta que reniega de cualquier punto de vista que se
limite al mero positivismo e interpreta el mundo como un enigma sin descifrar
que permite la coexistencia de múltiples puntos de vista y opiniones. Quizás,
sin que la película sea consciente de ello, El
manuscrito… es un antecedente del la posmodernidad y de su apelación a la
multirreferencialidad: esta película la podemos tomar en serio o no, podemos
considerarla juego o expresión filosófica, depositaria de claves ocultas que
hay que descifrar o mero entretenimiento en el que nos podemos sumergir durante
sus tres horas de metraje… Por ello, hoy es una película más fresca y está,
incluso, más cercana a la sensibilidad del espectador de lo que lo estaba allá
por el año 1965.
La fuente de la vida es una película muy diferente. Hugh Jackman es
un médico que está investigando remedios alternativos contra el cáncer debido a
la enfermedad que padece su mujer (Rachel Weisz). Esta, está escribiendo una
novela en la que se desarrolla una visión del descubrimiento y conquista de
América muy distinta a la convencional. En España, el avance del poder de la
Inquisición no hace más que crecer día tras día. Lejos de ser un brazo más del
poder, se está constituyendo como un poder autónomo que se va apoderando de
todos los territorios del reino y amenaza la permanencia en el trono de la
reina Isabel la Católica. Para contrarrestar este poder, la soberana envía una
expedición a América para encontrar el Árbol de la Vida, la fuente de la eterna
juventud y de la inmortalidad. En la película, hay un paralelismo evidente
entre ambas tramas. El médico hace esfuerzos desesperados para conseguir
avances que permitan salvar la vida a su mujer mientras que el conquistador
avanza por los territorios del imperio maya para dar con la solución de los
problemas de su soberana. La Inquisición se extiende del mismo modo que lo hace
el cáncer en el cuerpo de Rachel Weisz. Sin embargo, por encima de ese
paralelismo, llama la atención la elección de España como escenario de la trama
paralela a la principal. Es obvio que lo que se narra remite directamente a la
famosa Leyenda Negra que, desde el siglo XVI, acosa a nuestro país (http://es.wikipedia.org/wiki/Leyenda_negra_espa%C3%B1ola).
En La fuente de la vida, se toma el
elemento de la Inquisición como catalizador de la historia, el cual es, a su
vez, una de las piezas centrales de la citada Leyenda. Del mismo modo que esa
Leyenda es una caricatura de la realidad de nuestro país, la rocambolesca
subtrama del film de Aronofsky es una pura ensoñación que sólo pretende ayudar
a comunicar el mensaje principal que se desea transmitir, un mensaje
esencialmente espiritual: nuestro papel en el mundo no acaba con nuestra
muerte, sino que esa muerte es un nuevo inicio que debemos aceptar con alegría.
Como ven, al igual que ocurría con El
manuscrito…, se elige a España, su cultura y su historia, con el fin de
expresar unas ideas alejadas del más estricto positivismo.
Por ello, aunque tanto lo que se
muestra en El manuscrito encontrado en
Zaragoza como en La fuente de la vida
no se corresponde con los hechos históricos constatados, ambas películas
ofrecen una visión de España que sí se corresponde con el problema de fondo de
nuestro país: en realidad, la gran cuestión es que en España nunca ha llegado a
arraigar de modo firme el paradigma de la Ilustración. Contemplando muchos de
los avatares nacionales en las vertientes política, económica, social o
cultural, es fácil llegar a la conclusión de que aún arrastramos las
limitaciones de un sistema feudal con el que nunca se cortó definitivamente
sino que, simplemente, se maquilló pero cuyas estructuras siguen estando
vigentes, en mayor o menor medida, en las mentes, en las costumbres y en la
vida cotidiana. Así lo explicó Octavio Paz en una entrevista que le realizaron
en el programa A fondo el 26 de junio
de 1977, refiriéndose no sólo a
España sino a toda Hispanoamérica, como pueden comprobar desde el minuto 28:00
al minuto 33:30 de este vídeo:
Percibiendo esa diferencia en
relación al resto de países occidentales, no es de extrañar que muchos autores
hayan elegido nuestro país como escenario para expresar sus reticencias hacia
el dominio absoluto de la racionalidad pura. Potocki, Merimée, Hemingway, Has o
Aronofsky, cada uno a su modo, han creído encontrar en España lo que ya no
podían encontrar en ningún otro lugar: una cultura instalada a medio camino
entre una modernidad positivista y una tradición ensoñadora que mira más hacia
la fantasía y la imaginación que hacia realidades más terrenales.
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