CLÁSICOS ETERNOS
2001: UNA ODISEA DEL ESPACIO (1968) de Stanley Kubrick
TÍTULO: 2001: Una odisea del espacio. TÍTULO
ORIGINAL: 2001: A Space Odyssey. AÑO: 1968. NACIONALIDAD: Estados Unidos-Reino
Unido. DIRECCIÓN: Stanley Kubrick. GUIÓN: Stanley Kubrick y Arthur C. Clarke,
adaptando un relato corto de este último titulado El centinela. DIRECCIÓN
DE FOTOGRAFÍA: Geoffrey Unsworth. MONTAJE: Ray Lovejoy. INTÉRPRETES PRINCIPALES: Keir
Dullea, Gary Lockwood, William Sylvester, Daniel Richter, Leonard Rossiter, Margaret
Tyzack, Robert Beatty, Sean Sullivan, Douglas Rain, Frank Miller, Bill Weston,
Ed Bishop, Glenn Beck, Alan Gifford, Ann Gillis, Edwina Carroll, Penny Brahms,
Heather Downham, Mike Lovell. DURACIÓN: 141 minutos.
Si digo que me resulta curioso que no se comprenda 2001: Una odisea del espacio porque pienso que la película tiene
poco que comprender, pensarán que la frase no es más que una boutade. Evidentemente, lo he dicho para
provocar. Pero está menos alejada de la realidad de lo que pueden llegar a
pensar. Se atribuye a este film su condición de haber convertido a la
ciencia-ficción en un género serio. Me parece que ello sólo sirve para
menospreciar otras películas que comparten con 2001 el haber convertido a la ciencia-ficción en uno de los grandes
géneros del séptimo arte: entre otras, Metrópolis
(1927) de Fritz Lang, Ultimátum a la
tierra (1951) de Robert Wise, la llamada “Trilogía de Quatermass” (The Quatermass Xperiment -1955- y Quatermass 2 -1957- de Val Guest y Quatermass and the Pit -1967- de Roy
Ward Baker), La Jetée (1962) de Chris
Marker, Lemmy contra Alphaville (1965)
de Jean-Luc Godard y Fahrenheit 451 (1966)
de François Truffaut. Sin embargo, lo que caracteriza a la película de Kubrick
y que, prácticamente, no comparte con ninguna otra es ser una muestra radical de
economía expresiva. Kubrick quiso narrar una historia de carácter filosófico y no
la rodeó de ninguna coartada temática: no introdujo una historia de amor, una
intriga criminal o un enfrentamiento entre dos bandos rivales. Está, única y
exclusivamente, la historia que Kubrick quiso contar, sin nada que falte pero,
a la vez, sin nada que sobre. Si el exceso de luz deslumbra, la economía
expresiva desconcierta.
(Si alguien no conoce la
película, le advierto que, a partir de aquí, voy a explicar la trama, con lo
que cada lector puede decidir libremente si quiere seguir o prefiere leer esta
entrada cuando ya haya visto el film.)
El primer momento en el que Kubrick hace uso de los elementos
informativos imprescindibles (ni uno más ni uno menos) es en la primera parte
de la película cuando vemos a los primates y el famoso monolito. (Una
curiosidad: en la ceremonia de los Oscars de 1969, John Chambers ganó un Oscar
Honorífico por el maquillaje de El
planeta de los simios. Realmente, el mismo mérito, o quizás, más, lo tenía
Stuart Freeborn por 2001, porque lo
que sucedió es que casi nadie reparó en que los simios que aparecen son,
realmente, actores. Es decir, el maquillaje era tan bueno que los simios
prácticamente pasaron por auténticos). Surge, en este punto, la gran pregunta:
¿qué es el monolito? En realidad, no importa porque para la historia es irrelevante.
Un creyente puede pensar que se trata de Dios o de uno de sus enviados. Un no
creyente puede considerar que es un símbolo de la Evolución. Quienes crean en
teorías más heterodoxas, puede concebirlo como un dispositivo enviado por los
extraterrestres. Da igual. Porque lo que tiene importancia es qué sucede con el
monolito. Cuando aparece y emite el pitido que se convertirá en un leit-motiv a lo largo del resto del
film, en el primate se opera un cambio: ha pasado de ser un simio a ser el
primer homínido porque en él ha nacido la INTELIGENCIA. Y la misma se
convierte, a partir de ese momento, en la protagonista de la película. Porque
conviene decirlo ya: 2001: Una odisea del
espacio es, ni más ni menos, que una HISTORIA DE LA INTELIGENCIA.
Y la clave es que, desde el primer momento, esa inteligencia es
ambivalente. Por un lado, permite hacer avanzar la técnica y los conocimientos,
cuando vemos que el homínido utiliza el hueso para romper todo aquello que,
para él, era antes insuperable. Pero, a la vez, esa misma inteligencia le sirve
para matar a sus rivales. Por ello, la película parte de que esa inteligencia
es práctica pero tiene sus limitaciones. En términos contemporáneos que han
hecho fortuna, diríamos que lo que está ausente es la INTELIGENCIA EMOCIONAL.
Uno de los momentos más famosos
del film y que se ha comentado y explicado miles de veces es cuando el homínido
lanza el hueso al aire y, en monumental elipsis, se transforma en la pantalla
en una nave espacial. Lo que es evidente es que, con ello, se quiere mostrar
hasta dónde puede llevar el conocimiento humano. Lo que empezó con un hueso, ha
llegado a ser un complejo vehículo que surca el Universo. Pero esa elipsis,
simultáneamente, nos dice algo menos obvio: en el fondo, nuestra inteligencia
es la misma que la del primer homínido. La hemos sabido desarrollar pero posee
la misma falla inicial: no nos permite manejar con el mismo tino las emociones
y nuestras relaciones con los demás. Ello queda claro tanto en la frialdad que
se detecta en la conversación que el doctor Floyd mantiene con su hija por
videoconferencia como en el ejercicio de encubrimiento que también lleva a cabo
con los científicos rusos (pasan los milenios pero las rivalidades grupales permanecen intactas). Hemos llegado a la culminación de nuestra
INTELIGENCIA OPERATIVA pero nuestra INTELIGENCIA EMOCIONAL sigue fallando
lamentablemente.
Pero todo cambiará cuando el
doctor Floyd llegue a su destino. Un monolito similar al que vimos al principio
ha aparecido en la Luna y emitirá, de improviso, una señal que apunta a una
luna de Júpiter. En el fondo, ese monolito no es más que un centinela (como se
explica en el relato original de Arthur C. Clarke): alguien o algo (Dios, la
Evolución, los extraterrestres…) lo ha colocado ahí con la intención de que la
Humanidad diera con él sólo cuando dispusiera de la tecnología necesaria para ello y como una especie de alarma que indique que el ser humano ha superado un determinado umbral de conocimientos. El envío de la expedición comandada por los doctores Bowman y Poole,
con ayuda del ordenador HAL 9000 (otro de los personajes clave de la historia), a la luna de Júpiter, nos llevará al momento clave de la película.
Lo que ocurre en la expedición no
es más que la consecuencia del planteamiento inicial de la película. HAL 9000
no es la cumbre de la inteligencia humana, es, en realidad, la cumbre de todas
sus limitaciones. Cuando HAL 9000 se ve amenazado (cuando los astronautas
quieren desconectarlo porque han detectado que ha cometido un error) reacciona
como el primer homínido y va asesinando a todos los integrantes de la
expedición. No hay diferencia, en el fondo, entre ese primer homínido, HAL 9000
y Dave Bowman. Este, se comportará según el esquema repetido: “asesinará” a HAL
9000 porque es lo único que encaja en su capacidad intelectual. Pero, cuando
descubra cuál es el verdadero objeto del viaje y se acabe adentrando en una
dimensión desconocida, sucederá algo que cambiará toda la Historia.
El monolito volverá a aparecer y
será como cuando el apareció ante primer homínido. La inteligencia de Bowman
(en realidad, la inteligencia del ser humano) avanzará a un estadio superior y
dará lugar a un Nuevo Hombre (ese feto que surca el espacio dirigiéndose a la
Tierra). En el fondo, 2001: Una odisea
del espacio es un canto a la esperanza, una oda a que podemos confiar en el
futuro porque el mismo será mejor que el presente pero, a la vez, una
constatación melancólica de que nuestro presente está muy lejos de ser ideal.
Si no les convence esta
explicación de la película de Kubrick, les ofreceré un último argumento,
utilizando, para ello, la pista musical que ofrece el director al principio y
en otros momentos clave del film y que reproducimos a continuación:
La música que han oído corresponde a Así habló Zaratustra de
Richard Strauss. Y la composición está inspirada, evidentemente, en la obra
homónima de Friedrich Nietzsche, el filósofo alemán que habló del Super-Hombre,
concepto que (alejado de las connotaciones racistas que algunos han querido ver
en él) está, en realidad, más cerca de lo que Kubrick habló en su película: de
un ser humano que ha sido capaz de saltar hasta una fase más avanzada de su
desarrollo.
Nota (de 1 a 10): 10.
Lo que más gustará: Es un ejemplo magistral de economía expresiva.
Su majestuosa factura visual.
Lo que menos puede gustar: Es evidente: resulta críptica.
JOYAS OCULTAS
ELÍGEME (1984) de Alan Rudolph
TÍTULO: Elígeme. TÍTULO
ORIGINAL: Choose Me. AÑO: 1984. NACIONALIDAD: Estados Unidos. DIRECCIÓN
Y GUIÓN: Alan Rudolph. DIRECCIÓN
DE FOTOGRAFÍA: Jan Kieser. MONTAJE: Mia Goldman. INTÉRPRETES PRINCIPALES: Geneviève
Bujold, Keith Carradine, Lesley Ann Warren, Patrick Bauchau, Rae Dawn Chong,
John Larroquette. DURACIÓN: 102 minutos.
Alan Rudolph es un director
irregular poco conocido en España pero que jugó un papel decisivo en lo que
podemos denominar con el escurridizo nombre de “modernidad” o, más bien, “posmodernidad”
cinematográfica. Una vez que Coppola o Scorsese llevaron a cabo la culminación
del cine clásico y, al mismo tiempo, sin romper con el mismo, tendieron el
puente hacia nuevas formas expresivas, uno de los primeros que cruzó ese puente
fue, precisamente, Alan Rudolph. Aunque en su filmografía hay títulos
convencionales como Especies asesinas (1982),
Pensamientos mortales (1991) o Afterglow (1997), otros como Elígeme (1984) -posiblemente, su obra
maestra-, Inquietudes (1985), Los modernos (1988) o La Sra. Parker y el círculo vicioso (1994)
supusieron una renovación importante de la estética cinematográfica (sobre
todo, los dos primeros, cuya influencia en, por ejemplo, el cine de Almodóvar
es evidente).
Elígeme es una película de historias cruzadas, sentimientos
ambiguos y personajes inclasificables. Nunca llegaremos a saber dónde termina
la locura y dónde comienza la genialidad, dónde reinan la soledad y la resignación
y dónde empiezan a desplegar sus virtudes el amor y la sinceridad, dónde brilla
la felicidad y dónde sólo existe el autoengaño.
Una psicóloga que presenta un
consultorio sentimental en la radio (Geneviève Bujold), una antigua prostituta
que regenta un bar y que no sabe con quién rehacer su vida (Lesley Ann Warren),
un ¿profesor?¿fotógrafo?¿ingeniero?¿aviador?¿militar?¿agente secreto? que acaba
de salir de un hospital psiquiátrico (Keith Carradine) y un matrimonio con una
tormentosa relación (Rae Dawn Chong y Patrick Bauchau) verán entrecruzarse sus
vidas mientras, de fondo, suena una maravillosa banda sonora formada por
composiciones de jazz y canciones cantadas por Teddy Pendergrass.
Cuando, al final, los únicos dos personajes que, al final, han
decidido compartir sus vidas sin dudas ni recelos, los vemos en un autobús
camino de Las Vegas, la imagen nos suscitará una gran duda: ¿van camino de que
sus sueños se cumplan o van directos a una pesadilla? Como ocurre, muchas
veces, en la vida, no llegaremos a saberlo. Mejor así: que cada espectador saque
su propia conclusión. Eso, ni más ni menos, es la “posmodernidad”.
Nota (de 1 a 10): 8.
Lo que más gustará: Es mágicamente romántica (o románticamente
mágica) sin llegar a ser (en absoluto) cursi. Su maravillosa banda sonora, con
música de jazz y canciones de Teddy Pendergrass.
Lo que menos puede gustar: Las peleas entre Keith Carradine y
Patrick Bauchau no acaban de encajar en la atmósfera de la película.
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